Dediqué la semana anterior a mi desempeño como veedor internacional de la reforma judicial de Ecuador, clave de la transformación constitucional de ese país. Tarea ardua y compleja, habida cuenta de la imparcialidad, objetividad y respeto a las instituciones que debemos guardar. La honestidad intelectual es nuestro santo y seña. Nuestro compromiso, coadyuvar en la transparencia de un proceso político de inspiración progresista.
Entre las múltiples entrevistas que realizamos en diversos ámbitos geográficos, sociales y competenciales, imaginamos esta vez la celebración de seminarios con actores involucrados. A mí me correspondió iniciar en Guayaquil la sesión dedicada al fortalecimiento del equilibrio de poderes, en que reside la sustancia misma del ejercicio y que fue en el caso resultado de un referéndum nacional.
Más allá de los antecedentes históricos y de las teorías clásicas que provienen de la Grecia antigua y de la Ilustración, se trataba de escudriñar el alcance de las disposiciones y prácticas que abonan hoy a un ejercicio más horizontal de la autoridad: a la efectiva distribución de facultades y poderes dentro del Estado y sobre todo a la participación real de los ciudadanos y de sus representaciones autónomas en la toma de las decisiones políticas.
Discutimos esencialmente dos órdenes de cuestiones: las referentes a los órganos constitucionales autónomos y al espectro de la democracia directa y participativa. Cada vez se genera un mayor número de instituciones que escapan al esquema clásico de la división de poderes, ya sean organismos para la rendición de cuentas, el procesamiento de las elecciones, la autonomía universitaria, la transparencia de los actos públicos, la salvaguardia de los derechos humanos y aun la autonomía de las bancas centrales, aunque no siempre los métodos de integración y funcionamiento garanticen su independencia.
Más cercanas al propósito de la difusión del poder se encuentran las consultas a la ciudadanía sobre asuntos de interés colectivo, tales como el referéndum para la adopción de leyes, el plebiscito para la aprobación de actos de gobierno, la iniciativa popular en materia legislativa, la revocación del mandato o los presupuestos participativos. Definitivamente incluyentes pueden resultar las modalidades de la democracia participativa, que en esencia implican la asociación orgánica de los usuarios de los servicios públicos en el diseño, gestión y evaluación de los mismos.
Vuelvo a México en los días que consuman un grave atentado contra los trabajadores que habíamos logrado detener en arduas batallas parlamentarias: la adopción de una afrentosa reforma neoliberal —apenas con atenuantes— que desdice de cualquier equilibrio democrático en el ejercicio del poder. Las implicaciones de este cambio, apodado “estructural”, confirman la imposibilidad actual de encontrar vías de diálogo y entendimiento que fortalezcan el consenso social y permitan trazar un modelo de desarrollo conveniente para todos.
La precarización del trabajo es un himno a la economía informal y un epitafio a la disolución del tejido social que está en el origen de la violencia y el desorden. Es también la culminación de un proceso político, repleto de anomalías, que ha impedido la rotación de las visiones de país y su eventual equilibrio en beneficio de una recuperación consistente de nuestras potestades soberanas y de la genuina construcción de un Estado democrático.
Las alianzas son evidentes y la afirmación exultante de un bloque de derechas en la conducción del país, indiscutible. Las elucubraciones teóricas y los afanes populares en torno a una convivencia más horizontal y equitativa han encontrado un muro en la consolidación del poder reaccionario. La forma grotesca a través de la cual se ha concretado la dominación de clase en el escenario legislativo no podía ser más aleccionadora.
Desde el balcón del recinto una minoría social impuso su dictado a los emisarios confusos de una mayoría desarticulada. Fue sin duda un acto cesáreo, que presagia una manera despótica de ejercer el poder a despecho de las necesidades y aspiraciones de la sociedad. Las izquierdas están llamadas a repensarse y el sistema de relaciones políticas a replantearse, no por la vejación, sino por la inteligencia.
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