Tal vez el título de esta columna se acomode al axioma de Pitágoras “El orden de los factores no altera el producto” pues si hablara también de la “memoria del sabor”, seguramente llegaría al mismo resultado de detonar aquellas sensaciones y emociones agradables que nos acompañan siempre que recordamos un sabor o un aroma que nos resulta familiar, el cual nos lleva de inmediato a un lejano recuerdo. Los sabores siempre nos acompañarán durante nuestra vida, desde la infancia y hasta que se nos permita degustar alimentos que fueron acomodándose en nuestra lista de favoritos. Seguramente también se graban, no sólo por los sentidos, sino por las circunstancias que le  acompañaron y dieron forma a un momento valioso y hermoso que es digno de ser guardado en la memoria.

La Semana Santa, cuando se vive más en la reflexión y cercana a los eventos tradicionales que se celebran en nuestra ciudad, lleva consigo una serie de aromas y sabores que también me recuerdan mucho la infancia, desde lo platillos de cuaresma, incluida la capirotada, hasta las tradicionales “charamuscas”, que se ofrecían a la salida de los templos durante la visita a los mismos el Jueves Santo.

Pero hay otros muchos recuerdos de sabores de mi infancia, los que tan solo tuve oportunidad en aquellos años.

Recuerdo especial merecen los taquitos que vendían afuera del jardín de niños Rosita S de Chanes, con una salsa no picante que eran una verdadera delicia, al igual que aquellos que ofrecían a la salida del Instituto Queretano, pequeños y dorados, con lechuga y crema que atemperaban el hambre  y hacían más amable el comienzo del traslado en bicicleta de regreso a casa, al igual que los raspados de limón o las paletas heladas del carrito, que ayudaban a lidiar con el calor a la salida de la escuela.

Hacíamos caso a la recomendación de nuestros padres de cuidar lo que comíamos afuera, pero eventualmente caíamos en la tentación difícil de librar, ya que también era un pretexto para convivir un rato más con amigos y compañeros.

Cuando había que regresar a pie, no faltaba la oportunidad de disfrutar de un chicharrón de harina con limón y salsa, el cual lo degustábamos haciendo malabares para evitar perder el jugo que bañaba el crujiente bocado, mientras caminábamos  por la orilla del río Querétaro hacia el centro de la ciudad.

Qué decir de los panes dulces y los bolillos de La Vienesa el fin de semana, sin la prisa de ir a la escuela y tratando de ganar alguna de las piezas a los hermanos, ya que ante el mínimo descuido, los panes más sabrosos desaparecían de la vista y de la oportunidad de saborearlos. Conforme crecíamos, hubo platillos que hoy día inevitablemente desencadenan la nostalgia por mis padres, por poder saborearlos en la entonces enorme seguridad de su compañía. Ciertas sopas y guisados aún conservan ese derecho de autor que la sazón personal de mi madre otorgó al igual que a otros platillos sofisticados. De postres hay una variedad, que de tan solo pensarlos es como cortar un pequeño y colorido fruto del árbol de la alegría y devorarlo de un bocado expresando una enorme sonrisa, de esas que son el sabor de la memoria y  que tanta falta hace compartir en el mundo de hoy y en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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