El 11 de octubre de 1990 fue creado el Instituto Federal Electoral (IFE), como resultado de las reformas realizadas a la Constitución en materia electoral, con el fin de contar con un organismo imparcial que diera certeza, transparencia y legalidad a las elecciones federales. Posteriormente, cuatro reformas electorales tuvieron lugar dirigidas a dotarlo de autonomía. Finalmente, en 2014 se instaura una nueva autoridad electoral de carácter nacional, aún vigente: el Instituto Nacional Electoral (INE).

La tarea sustantiva en torno a la que se configura históricamente la autoridad y responsabilidad de este instituto es la de organizar los procesos electorales y garantizar altos niveles de calidad democrática en México. De acuerdo con la última reforma constitucional, entre las funciones principales del INE se encuentran: 1. Organizar la elección de los dirigentes de los partidos políticos a petición de estas organizaciones; 2. Garantizar que los candidatos independientes tengan acceso a tiempos del Estado en radio y televisión; 3. Verificar que se cumpla el requisito mínimo (2% de la lista nominal) para solicitar el ejercicio de las consultas populares, así como la realización de actividades necesarias para su organización; y, 4. Fiscalizar los recursos de los partidos políticos a nivel federal y local en forma expedita.

Las funciones encomendadas al INE en la Constitución son de carácter técnico, no político. Su contribución a la democracia se encuentra en su capacidad organizativa para generar las condiciones de imparcialidad requeridas para potenciar el ejercicio de la participación política ciudadana y de los partidos políticos. Sin embargo, lo que la ciudadanía hoy atestigua, es la defensa de un modelo electoral fundado dos años después del fraude de 1988, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari.

Pese al mandato que la ley le otorga, el INE continúa siendo utilizado como instrumento de acomodo de grupos de poder, ajenos al interés ciudadano. Las elecciones en México siempre están contaminadas por “exceso de dinero”, no fiscalizado por las autoridades electorales, que termina inclinando la balanza en favor de candidatos vinculados a la élite política y económica, bajo el amparo de la validación jurídica y legitimidad forzada del máximo órgano electoral.

México requiere una reforma electoral que elimine el dispendio de los altos funcionarios del INE, pero también de los partidos políticos, cuyas élites “juegan a la democracia” para hacerse de recursos económicos que distribuyen entre sus camarillas. El exceso de dinero, sumado a la ausencia de fiscalización, ha dado paso a la corrupción y pone en charola de plata el control de la representación política, no solo a los grupos tradicionales de poder, sino a la delincuencia organizada.

Reconfigurar al Instituto Nacional Electoral implica enfrentar una lucha trascendente por la defensa de la democracia.

Para ello, desmontar el mito de que el INE constituye el “alma de la democracia”, resulta fundamental. Este organismo no debe ocupar más que la responsabilidad que la Constitución le asigna: organizar elecciones limpias y no intervenir para decantar en triunfo electoral el interés de grupos de poder.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

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