Me agrada mucho la perspectiva que tienen los niños sobre el tiempo, ya que no lo conocen, por ello le dan importancia solo al presente. Escucho frecuentemente solicitar jugar justo en el momento que ellos quieren. “¡Ahorita es ahorita!”, es una frase recurrente en esa exigencia de disfrutar la vida sin mayor preocupación que aquellas responsabilidades que de a poco intentamos que asuman. Ellos elaboran sus propios horarios a pesar de nuestro afán de incorporarlos a los nuestros. El tiempo para ellos es intangible, no hay manera de verlo, mucho menos de tocarlo. En un ambiente familiar con armonía, los niños crecen con más posibilidades de disfrutar cada día y es hasta después de los ocho años que comienzan a tomar conciencia del paso del tiempo al aprender un poco sobre las formas que tenemos los adultos para medirlo.

Es en la adolescencia y la juventud cuando comienza a presentarse más el deseo de que transcurra el tiempo para llegar a ciertos días y fechas diferentes a los laborales o de estudio, acomodando entonces la perspectiva de aprovechar el tiempo en algo que disfrutamos más que la realización de esas tareas cotidianas que demanda nuestra educación y formación. Entonces comienza una etapa en la que junto con el presente, pensamos también en el futuro, preferentemente de corto y mediano plazo, pues no hay aún interés de mirar o pensar en el pasado.

Suponemos que la vida va para largo y no conocemos sobre la cultura de la previsión.

Hay en general, con sus hon- rosas excepciones, más intención de desear que de planear, aunque la mirada sigue siendo hacia adelante. Es prácticamente alrededor de los veinticinco años, cuando nuestro cerebro termina de madurar y entendemos con claridad la manera como el tiempo transcurre.

Cuando somos ya adultos que asumimos responsabilidades, incluidas las de formar un propia familia, vemos correr los años de juventud, lo que nos permite eventualmente producir nuestras primeras añoranzas, a pesar de que sigue siendo el futuro lo que más nos atrae. Hay una etapa, en cierto momento, cuando por razones naturales la certeza de la muerte se hace presente entre nuestros afectos. Nuestros mayores concluyen su ciclo de vida y su ausencia nutre nuestro deseo de comenzar a mirar al pasado. Surgen las preguntas que no hicimos y la búsqueda de las respuestas que no escuchamos. Tomamos conciencia de que llegando a los cincuenta años, existe una maravillosa plenitud, pero sabemos que ya no hay cúspides, sino comienza uno a caminar vereda hacia abajo. Es entonces que comenzamos a mirar hacia ambos lados en igualdad de circunstancias.

Así, poco a poco pero a la velocidad del tiempo, el pasado adquiere mayor relevancia, no como el afán de desdeñar el presente y mucho menos el futuro, sino con la idea de consolidar nuestros sueños, nuestros logros y refrescar el sentido que le damos a lo que hemos vivido y aprendido al paso de nuestra estancia en este mundo. Sin embargo, el ciclo pareciera cerrarse con la idea de vivir cada día como único, atesorando la oportunidad de toparnos con la estética y la belleza que aprendimos a descubrir en el entorno, en los lugares hermosos donde la vida nos da la oportunidad de vivirla, como en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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