Hace apenas unos días, estuve en una celebración religiosa donde el sacerdote que oficiaba, al final de la misma, lanzó una invitación a los padres de familia asistentes a que pudieran motivar a sus hijos para formar un pequeño grupo de monaguillos que le ayudaran durante la celebración de las misas.

Me vino a la memoria el recuerdo de los años 60, cuando apenas contaba yo con ocho años de edad y me invitaron a ser parte del grupo de acólitos del templo de San Agustín en el centro de nuestra hermosa ciudad, que en aquel tiempo mantenía un exquisito aroma a provincia.

De los tres sacerdotes que vivían en la casa anexa al templo, uno de ellos, el padre Rivera —a quien recuerdo siempre como un ser humano disciplinado, pero a su vez amable y generoso— era quien coordinaba nuestra actividad y, además de asignarnos las misas para acolitar, nos apoyaba con un honorario de cincuenta centavos por misa, más lo que eventualmente nos otorgaban como propinas los padres de los novios que celebraban su boda religiosa los sábados.

Acudíamos eventualmente entre semana en vacaciones y regularmente los sábados y domingos a lo largo de casi tres años que nos permitieron desempeñar el cargo. Los domingos solían ser días muy especiales, pues había celebraciones cada hora a partir de las 6:30 de la mañana y hasta las 14:00 horas, después, por la tarde el rosario y se concluía con la misa de las 20:00 horas. Así que había algunos de esos días que pasábamos mucho tiempo en el templo, que antiguamente formaba el conjunto arquitectónico del Claustro de San Agustín,  lugar de la mejor expresión del arte barroco novohispano al incluir lo que hoy es uno de los espacios culturales más significativos de nuestra ciudad: el Museo de Arte de Querétaro, que en aquel entonces conocíamos como Palacio Federal, donde se encontraban diversas oficinas públicas del gobierno.

Los sábados también había muchas tareas que desempeñar en la sacristía, como doblar las hojas que contenían las lecturas del día siguiente, auxiliar al sacristán con las alfombras  que se usaban en las bodas y eventos especiales para los pasillos junto con los candelabros y muchos otros adornos, así como sillas y reclinatorios.

En fechas especiales, subíamos al campanario a repicar las campanas en su torre inconclusa, lo que era una verdadera aventura, la que sin duda nos marcó al disfrutar de subir a tan peligrosa altura sin dimensionar los riesgos que significaba ello para los niños que éramos entonces.

Descubrir tanto en un lugar tan maravilloso como lo es el templo de San Agustín, incluidos muchos rincones como azoteas, criptas, anexos de la sacristía, etcétera, considero que me ayudó a aprender a valorar como se puede admirar algo después de muchas décadas de vidas  tanto en cultura como en lo espiritual.  Me guardo con mucha gratitud ese tiempo de mi niñez que de vez en vez me regala emocionantes recuerdos.

Al concluir la misa que narraba al inicio de esta columna, no pude evitar darme cuenta que mi nieto mayor, que estaba junto a mí, está a un par de meses de cumplir la edad en la que yo participé como monaguillo y no puedo siquiera imaginar, sin sentir un pequeño escalofrío, que a su edad girábamos enormes campanas en un espacio inolvidable, como los hay muchos en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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