Los humanos somos seres sociales por naturaleza, nos mueve la imperiosa necesidad de comunicarnos y establecer vínculos con nuestros semejantes, como si la vida nos fuera en ello. En toda buena regla, hay sus excepciones, aquí lo son los ermitaños y los anacoretas, personajes que se alejan de todo y de todos para dedicarse, en la soledad, a la contemplación, la oración y introspección, por cierto tiempo o de por vida.

Desde niños estamos condicionados al aprendizaje en función del contacto con otros. El movimiento, la luz y el sonido son las primeras señales que el bebé capta hasta que aprende a poner atención y concentrarse en algo distinto. Algo sutil, pero que resulta fundamental para su crecimiento y desarrollo tanto físico como mental. El contacto personal y las expresiones nos enseñan a distinguir entre la armonía y tranquilidad contra la alarma y el miedo. Un grito o un ruido fuerte provoca instintivamente un sobresalto y una reacción que en los pequeños se manifiesta casi inmediatamente con el llanto. Venimos con ese registro en el ADN.

Crecemos aprendiendo día a día, con la educación que nos dan en casa y la formación académica en la escuela lo que, como los complementos alimenticios, se nutre de nuevo del contacto y la convivencia. Nuestros pequeños aprenden también imitando a sus hermanos y mayores y hace parecer que su desarrollo es más veloz que el de los primogénitos. Estamos obligados a enseñar con la convivencia. Así ocurre con muchas otras especies, sobre todo aquellas en las que los pequeños son más vulnerables a sufrir daño por parte de depredadores y ante la necesidad de mantener la vida a salvo cada día, la cría debe aprender más rápido, para tener simplemente una mayor probabilidad de supervivencia.

Pero volviendo a los nuestros, ¿qué nos ocurre cuando vivimos periodos como los de la actualidad, en los que el contacto personal con muchos otros se ve disminuido por la necesidad del cuidado preventivo? Necesariamente nos puede afectar en intensidades diferentes, especialmente es  importante valorar y reaccionar ante la falta de contacto de nuestros pequeños. Hoy día muchos han vuelto a reunirse, pero es cierto que otra vez nos invade el temor, y de una u otra forma, disminuimos la deliciosa  y sana convivencia. Creo que hay que considerar la importancia de reconocer la manera individual como afecta a cada uno de los menores y adultos, a pesar de que las secuelas al tiempo aún son impredecibles.

Para los adultos, muchos hemos visto cómo nos han cambiado las circunstancias y hemos perdido temporalmente la capacidad de planear, nos acompaña una cierta angustia y temor ante la incertidumbre. Hay ocasiones en que, a pesar de estar acompañados nos sentimos particularmente solos, acompañados de una soledad de la que nos cuesta mucho desprendernos. Sin embargo, y a pesar de la enorme necedad que nos muestra esta pandemia de seguir dándonos sorpresas, hay una necesidad mayor de continuar y hacer frente a estas secuelas que nada tienen que ver directamente con el COVID, pero que nos afectan igualmente de una manera virulenta. Estamos acercándonos a los dos años de esa realidad distinta, en la que esa curiosa soledad se ha vuelto una compañera, también en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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