Una buena causa puede desfigurarse si se le considera como absoluta, si se carece de criterios sensibles para conjugarlos con otras dimensiones y valores. Eso puede suceder con la búsqueda de equidad en la representación entre hombres y mujeres. Se trata de un objetivo no sólo loable sino justiciero dado que a lo largo del tiempo la mitad de la población fue marginada de la posibilidad de ocupar cargos de elección popular e incluso de votar.

No sería la primera vez que por intentar “maximizar” un valor se hace cera y pabilo de otros. Repito ejemplos extremos: a nombre de la igualdad se cancelaron todas las libertades en el proyecto soviético; y a nombre de la libertad se le dio la espalda al tema de la igualdad en lo que se conoce como capitalismo salvaje. Hoy sabemos, o mejor sería decir, deberíamos saber, que más nos vale conjugar esos dos grandes valores que puso en marcha la modernidad si no queremos vivir en el infierno en la tierra.

Pero vayamos al tema, que por supuesto no tiene la contundencia de los anteriores. Ahora resulta que el Tribunal Electoral le ordena al Congreso legislar la paridad de género para la presidencia (entraría en función en 2030), y si no lo hace, el INE debería tomar cartas en el asunto.

No sé si el Tribunal tenga atribuciones para ello, e incluso la iniciativa parece innecesaria dada la alta probabilidad de que la próxima presidenta sea mujer. Pero por lo pronto vayamos a lo central del tema. La paridad es posible solo cuando se eligen al mismo tiempo dos o más cargos, normalmente en cuerpos colegiados. Por ejemplo, en las listas plurinominales para diputados hoy deben colocarse un hombre y una mujer de manera alternada, y para evitar aquel caso bochornoso de las Juanitas, los suplentes deben ser del mismo sexo. Si se eligen tres senadores por entidad y cada partido o coalición debe presentar una lista de dos, uno puede y debe ser hombre y la otra mujer. Si se va a integrar un cuerpo colegiado como la Sala Superior del Tribunal o el Consejo General del INE el criterio también puede aplicarse. ¿Por qué? Porque esas fórmulas no excluyen a nadie. Cualquiera que llene los requisitos puede aspirar a ocuparlas; hay espacio para todos y todas.

Pero cuando la elección es de una sola persona el criterio no puede aplicarse. Porque en cada momento se le estaría negando la posibilidad de participar a más o menos el 50% de la población. Ese criterio no se debe utilizar en la elección, por ejemplo, de presidente, gobernador o alcalde, pero tampoco de rector de alguna universidad y similares y conexos (cargos unipersonales). Si se estableciera, por ejemplo, como ya se insinuó, que para una elección presidencial las candidatas debieran ser todas mujeres y a la próxima todos hombres, o si se normara que todos los partidos deberían hacer eso de manea alternada, en cada uno de esos momentos se estaría negando la posibilidad de ejercer sus derechos a la mitad de los aspirantes. A nombre de la equidad de género (objetivo noble) se le estarían cancelando sus derechos al 50% de los ciudadanos (receta infame).

Se han venido acumulando casos de absoluta irracionalidad en esa materia. No sería el primero. Por ejemplo, ya tenemos “representantes” de los mexicanos en el extranjero en la Cámara de Diputados, con el “pequeño” detalle de que los mexicanos en el extranjero no pueden votar por ellos.

Hay que apuntalar la equidad de género en los cargos de representación sin atentar contra la lógica y los derechos.

Profesor de la UNAM

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