La lucha contra la corrupción, entre comillas, que fue una bandera electoral de López Obrador, también ha sido un recurso de gobierno que ha servido para muchas cosas, menos para demostrar -con resultados comprobables- que este fenómeno grave y complejo ha disminuido significativamente en nuestro país. En busca de popularidad y rentabilidad electoral, se ha usado para:

1) Buscar apropiarse de la bandera anticorrupción, como si fueran los únicos que se oponen a este multifacético flagelo social.

2) Hacer creer que es una prioridad gubernamental.

3) Envolverse en una falsa superioridad moral donde ellos mismos se autodescriben como honestos con la ventaja de convertirse en perseguidores; así, se convierten en cazadores y no conejos, a pesar del gran parecido con estos.

Además de robar, la corrupción tiene que ver con otros ámbitos personales, sociopolíticos y culturales, mismos que escapan –por ahora- al objetivo del presente texto.

4) Intentar imponer una concepción equivocada: todos los que se oponen a los designios del tabasqueño -por cualquier causa o razón- son corruptos, inevitablemente. ¿Por qué? Pues, porque lo dice él. De acuerdo con esto, la corrupción sólo existe fuera de su ejercicio de poder.

5) Purificar y convertir en intocables a políticos del pasado y blindar a algunos (as) que están a su servicio, no importa si han caído en prácticas deshonestas e ilegales.

6) Acusar y desprestigiar a críticos u opositores por parte de un presidente que se ha acostumbrado a ofender y desprestigiar a gobernados;

7) Realizar un manejo ideológico, político y partidista ventajoso, pero sin acompañamiento de una política gubernamental consistente que incluya toda la administración pública, lo que exigiría una sólida cultura institucional. En vez de institucionalizar el combate a la corrupción –desde una perspectiva transversal y multidisciplinaria-, López Obrador prefirió erigirse en el juez supremo –la pseudo solución-, en la figura que imparte su justicia y decide quién es y quién no es corrupto, según sus conveniencias.

8) Despreciar la ley y el estado de derecho, prueba de ello es su tendencia al ocultamiento y la opacidad. No es casual que, a pesar del discurso de transparencia y rendición de cuentas, se protejan muchísimas asignaciones y contratos preferenciales.

9) Atentar contra instituciones, órganos constitucionales –como el INAI-, y la división de poderes, lo que dificulta la legalidad y el conocimiento de la información pública.

10) Mentir públicamente respecto a que se acabó la corrupción, y no hay impunidad. En el país presidencial, donde todo va bien y no hay problemas graves de seguridad; ahí donde la gente es feliz, feliz, feliz –y tampoco existe amiguismo, nepotismo e influyentismo-, lo que importa son los otros datos. Los suyos.

Como se puede ver en este breve repaso del tema, la lucha contra la corrupción -más allá de la dimensión retórica del presidente y el morenismo-, resulta insostenible, contradictoria y demagógica. Lo cual, paradójicamente, es corrupción. Los hechos están a la vista.

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