Son ya doce años, desde 2001, que México participa en el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) que realiza la organización Transparencia Internacional. Desde entonces, tenemos datos que nos indican la “evolución” de nuestro país. La mejor calificación fue precisamente en 2001, cuando obtuvimos 37; la peor fue el 2011, con una evaluación de 30. Este año, participaron en el estudio 177 países y territorios; México se ubicó en el lugar 106, con una calificación de 34.
Lo relevante no es tanto el lugar en el ranking, sino esa “evolución” a través del tiempo. Como si fuera un partido de fútbol que se contempla desde las gradas, tanto ciudadanos como gobernantes notamos que el mediocre desempeño de México no puede salir del rango de los treinta. Vemos el partido como si no nos afectara, como si no fuera nuestra realidad la que se mide y evalúa, como si la corrupción fuera una idea que no impacta en nuestras vidas.
Mi hipótesis es que hemos vivido tanto tiempo con la corrupción que ya la asumimos como nuestra. Nos hemos acostumbrado a ella, ha permeado nuestros hábitos y toma de decisiones. No concebimos una realidad en la que no exista.
Pero lo que hemos perdido de vista son sus efectos negativos en la economía y en la competitividad. Basta analizar los dos índices más importantes en temas de competitividad, el del Foro Económico Mundial (WEF) y el del Instituto Internacional de Desarrollo Gerencial (IMD), para darnos cuenta de que México está estancado en un rango de evaluación del que no avanza desde hace muchos años.
Lo primero que hay que entender es que la corrupción es un fenómeno con múltiples causas y manifestaciones. Dentro de la corrupción se encuentran el sector público, privado y social, no es exclusiva de personas ricas ni pobres, ni de países desarrollados o en vías de desarrollo. Tiene diversas manifestaciones: soborno, extorsión, fraude, captura de Estado, conflicto de interés, acoso sexual y otras. Además, tiene diversos costos e impactos económicos:
• Distorsiona mercados elevando los costos de transacción: cuando la persona, empresa o país con quien se va a hacer algún negocio es una persona corrupta (o tiene reputación de serlo), necesariamente se elevan los costos de transacción.
• Estanca el desarrollo económico: pues la generación de riqueza y su reparto se concentra en un reducido grupo de personas, casi siempre a expensas de la calidad, tiempo y bienestar de ciudadanos y clientes.
• Pone en riesgo la sustentabilidad: la permanencia en el tiempo de una empresa o un país depende de la interacción que se realice entre la visión a corto, mediano y largo plazo.
• Debilita la democracia y el Estado de Derecho: la competitividad requiere reglas claras en donde los jugadores sepan a qué se atienen si las violan.
• Desincentiva la innovación, pues no hay estímulos para buscar una solución menos costosa o más eficiente a los problemas.
• Es combustible de conflictos sociales: la corrupción siempre termina afectando a los más pobres, quienes pagan costos más elevados por servicios o productos a los que deberían tener acceso, lo que provoca un sentimiento de injusticia que, por lo regular, termina en violencia.
Vivir en un contexto de corrupción y querer ser competitivos, es como si nos dispusiéramos a ir mar adentro, remando con todas nuestras fuerzas y nos olvidáramos de recoger el ancla que soltamos en el desembarcadero. Es tiempo de que empecemos a pensar seriamente cómo quitarnos el ancla que nos impide avanzar.
*El autor es profesor del área académica de Filosofía y Empresa del IPADE.