Se dice que la economía mexicana tiene la posibilidad de romper la inercia de su estancamiento y fomentar la actividad económica mediante la puesta en marcha de las reformas anunciadas en este primer año de Enrique Peña Nieto (EPN). Sin embargo, para que se tenga éxito, se debe romper con el pasado el cual en este momento, parece ser su peor enemigo, ya que los mexicanos no olvidamos un pasado en el que un reformador se ganó la simpatía popular desde la misma Presidencia de la República, y que al final de su sexenio fue víctima de sus propios desatinos.

Al principio de la década de los noventa, la pregunta de los funcionarios gubernamentales era el por qué, si las reformas estructurales eran algo tan bueno, los gobiernos consideraban que eran tan difíciles de llevar a cabo. La respuesta aparecía en modelos en los que los costos y beneficios de la reforma se distribuían de un modo desigual. Si cada grupo conoce solamente sus propios costos y uno de ellos tiene poder político suficiente para bloquear la reforma, será difícil avanzar en el proceso. Al término de esa década, también los gobernantes se preguntaban por qué si las reformas eran tan buenas, se habían podido convertir en algo tan impopular. La sorpresa es injustificada, los reformistas prometieron lo que no podían cumplir. Se prometió el crecimiento acelerado cuando es sabido que los gobiernos solamente pueden proporcionar un entorno propicio para el crecimiento, pero no para fabricarlo. Y si bien las ganancias en productividad que resultan de la reforma estructural producen un crecimiento más estable que el observado en décadas anteriores, necesitan tiempo para materializarse.

Los gobiernos también prometieron la consolidación fiscal. Pero muy al contrario, financiaron nuevos gastos en vez de reducir la deuda pública con los ingresos de las privatizaciones. Las reformas basadas no en la persuasión sino en la compra de aprobación política y en el enriquecimiento de sus ejecutores, resultaron desacreditadas. Collor, Fujimori, Salinas (México), Menem y Carlos Andrés Pérez no acabaron en el exilio debido a que fueran reformistas, sino debido a que fueron acusados de corrupción. Lo que irrita más a los latinoamericanos y no toleramos es la corrupción, y no tanto las reformas, que han creado interés por la estabilidad. Los efectos de las reformas dependen menos de su contenido de políticas adoptadas y más en la calidad de las reformas. Lo que deteriora esa calidad es que el poder político está en manos de gobernadores de los estados cuyo interés está centrado en arrancar concesiones al gobierno federal que en la calidad de las políticas nacionales. El gobierno central depende de las élites políticas provinciales para aprobar políticas nacionales, y los gobernadores dependen del gobierno central para su viabilidad financiera.

Entonces, la calidad de las reformas depende de la credibilidad y coherencia de las políticas gubernamentales, que a su vez dependen de los incentivos y las restricciones que las normas del juego político imponen a los diferentes actores. La mejora de estas normas es una tarea pendiente en nuestra sociedad y parece que aún en el joven equipo gobernante mexicano, este tema no figura en la agenda del gobierno peñanietista.

Por ello, la tarea de reconstrucción de las instituciones políticas y económicas, así como las de seguridad pública propician la consolidación de un pacto social nuevo, que no solo equilibre con mediana equidad a las diversas fuerzas políticas y sociales, sino que también recupere la capacidad nacional de progreso con equidad y justicia.

En este contexto, México debe aprovechar la inercia del cambio, mismo que se genera con el nuevo gobierno y su paquete de reformas anunciadas; la financiera, educativa, en telecomunicaciones y competencia económica, así como la energética, y en conjunto generar la idea de un cambio psicológico que arrastre la idea de que la puesta en marcha de las medidas propuestas avancen a toda velocidad para generar la idea de cambio -aunque no hace falta la privatización de la industria petrolera-, ya que se debe superar doce años de estancamiento en el diseño de una política económica que atienda las necesidades de crecimiento sostenido y amplíe la base social de la distribución de la riqueza. Lo descrito aquí, parece cosa del pasado, pero para los mexicanos es ya un terreno conocido, del cual debemos aprender y retomar la experiencia para no estar condenados a repetirla. EPN, tiene esa oportunidad, no se dice que las reformas propuestas sean la pérdida de la soberanía mexicana, ni tampoco que aseguren un periodo exitoso de prosperidad económica y justicia distributiva, solo se afirma que no sucumba ante la tentación de ganar popularidad ante la población magnificando los alcances de sus reformas. Popularidad ya la tiene, esperemos que la aproveche con inteligencia.

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