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El fenómeno del crecimiento desproporcionado de los bienes alimenticios producidos en los campos como la soya, el maíz o el trigo conocido como agflación (término que se atribuye originalmente a Hill Jamieson), ha estado llamando la atención en los últimos años, sobre todo a raíz de los estragos que fenómenos climáticos, tanto sequías como inundaciones, han provocado en la disponibilidad de materias primas tanto para los productos agroindustriales, como para la propia alimentación de ganado y no se diga de los seres humanos.
Cabe señalar que la agflación mundial no sólo ha sido producto del cambio climático, está también altamente relacionada con la reorientación de superficies, recursos y mano de obra que se distraen de los cultivos de alimentos para destinarse a la producción de etanol y biodiesel a partir de maíz, azúcar, soya y aceite de palma. Se ha presentado una reconversión del proceso productivo, en donde en lugar de dedicarse al mercado de los alimentos se concentra en el sector energético. Esto ha ocurrido porque los países avanzados —los europeos y Estados Unidos— han buscado reducir su dependencia del petróleo transformando alimentos en combustible. Este proceso sin duda ha colaborado con el incremento en los precios por la escasez relativa.
En el caso de nuestro país, el contagio ha sido directo en la canasta alimenticia y en la inflación de los alimentos. Este año, por ejemplo, México se ha situado como el miembro de la OCDE con mayores alzas en los precios de estos bienes. En marzo, abril y mayo, la inflación de los alimentos registró alzas de 8.4, 9.5 y 8.6% anual, si bien para junio se registra sólo un 5.8 % de incremento en los precios.
Ahora bien, el alza en los precios de los alimentos impacta directamente en los bolsillos de los mexicanos, sobre todo en los grupos poblacionales con menores ingresos.
Hace unos días el Inegi dio a conocer los resultados de la ENIGH 2012, lo que nos permite, por un lado, analizar cómo la crisis económica mundial iniciada en 2009 ha afectado tanto los ingresos como el gasto de los hogares mexicanos, y por otro, las propias estadísticas derivadas, como lo son las distintas mediciones de la pobreza. Sin embargo, el tema que nos ocupa es el del impacto de la agflación sobre el consumo de alimentos de las familias.
En primera instancia, es importante destacar la variación que ha experimentado el gasto en alimentos en el total de los hogares mexicanos, mientras que en 2008 se destinaba el 33.7 % del gasto total a la compra de alimentos y bebidas, para 2010, por efectos de la crisis, esta proporción se redujo al 32.8% y para 2012, la proporción se elevó al 34.0 %. Este incremento, sin embargo no es tan favorable, porque proviene de un mayor gasto corriente provocado por la inflación.
Así, mientras que en 2008 cada hogar destinaba 7,398.68 pesos trimestrales en promedio a la compra de alimentos, en 2010 se necesitaron 7,877.94 pesos un 6.5% más, y en 2012 se destinaron 8,754.97 pesos a estos bienes, lo que significó incrementar el gasto en 11.1%. La situación es de alguna manera congruente con el incremento de los precios, ya que en 2010 la inflación de alimentos cerró con un crecimiento del 5.3 % y la de 2012 con un 7.2%.
Ahora bien, si se elimina el efecto de la inflación del rubro específico, encontramos que el gasto total destinado a la compra de alimentos y bebidas se redujo en términos reales un 2.2 % entre 2010 y 2012; es decir, se destinó más dinero a comprar alimentos por el aumento en precios, pero estos recursos compraron menos productos. Al analizar por decil de ingreso, encontramos que esta caída en el poder adquisitivo del gasto fue mucho más significativa en los grupos de menor ingreso. De hecho, el primer decil (los más pobres), quienes destinan el 52.2 % de su gasto a la compra de alimentos y bebidas, fue el más afectado por que si bien gastó más en términos nominales (5.9 % más por el aumento en precios), recibió menos productos (menos comida) por ese dinero. A medida que el ingreso es mayor se destina menos en proporción a la compra de alimentos. Aunque el gasto crece más por el tipo de alimentos que se consumen y el tipo de tiendas donde se adquieren, se sigue comprando casi la misma cantidad, porque no disminuye el consumo real en la misma proporción que en estratos bajos.
Este fenómeno tiene sin duda un impacto directo en la medición de la pobreza alimentaria y en la nutrición en los estratos más bajos, ya que por un lado se consumen menos alimentos porque son más caros, pero también se reciben menos nutrientes, porque se dejan de consumir (o se consume menos) ciertos grupos alimenticios como lo son las frutas y verduras y las proteínas de los cárnicos como pescado o res. Con ello el círculo vicioso de pobreza, mal nutrición y obesidad se acentúa, fenómeno ante el cual ningún esfuerzo que sólo sea paliativo y temporal para combatir el hambre, y que no ataque de raíz las causas de la pobreza tendrá éxito.
No podemos soslayar en este contexto que el Pacto por México plantea entre sus acciones la reactivación del campo mexicano para garantizar la seguridad alimentaria como una política de Estado, por lo que se buscará establecer medidas para contener el precio de los alimentos, erradicar la pobreza extrema y promover a los sectores económicos que producen por debajo de su potencial.
*Presidente de Consultores Internacionales, S.C.