Según los informes de Coneval, en México el 61.6% de la población rural se encuentra en estado de pobreza, y de este nivel el 21.5% en pobreza extrema. Esta situación, que no es de extrañar si consideramos que en el campo mexicano las condiciones de cientos de miles de productores son de subsistencia, derivadas de la baja productividad, la deficiente y en muchos casos inexistente tecnificación, la ausencia de mecanismos de financiamiento que resulten apropiados, muchas veces complicadas por el propio régimen de tenencia de la tierra y, por supuesto, el desconocimiento de los programas de fomento que el gobierno ha instrumentado, pero sobre todo la falta de un sistema organizacional que se centre en el bienestar y progreso del campesinado y no en los intereses políticos y de otra índole de los líderes.
Todo lo anterior redunda en un círculo vicioso, en el que se perpetúan las condiciones de atraso por generaciones, no se incentiva la producción más allá del autoconsumo y en la mayoría de los casos en los que se produce para comercializar la falta de medios para el transporte o de conocimientos sobre el negocio les impide llevar su cosecha a los clientes industriales o consumidores finales, volviéndose víctimas de los acaparadores que les compran sus productos a los precios que imponen, por temor a no poder venderlos porque son los únicos compradores a los que tienen acceso.
Si a lo anterior agregamos que el sector agrícola está atravesando por un periodo caracterizado por la turbulencia y cambios, acentuados por la alta volatilidad en los precios de los alimentos en general, y el de los commodities en particular, y agudizados por la crisis financiera global, que exacerba las condiciones de inestabilidad en los mercados, podemos plantear que se están poniendo en serio riesgo las posibilidades de alcanzar el objetivo de la seguridad alimentaria.
Las condiciones actuales llevan a replantear las acciones que por tradición practican los campesinos mexicanos, hacia tratar de configurar una nueva estrategia de desarrollo basada en la figura de los agronegocios. Vale la pena, en este contexto, llamar la atención hacia las tendencias más relevantes de los últimos años y que estarán moldeando el desarrollo de los agronegocios en el futuro. Entre ellas destacan una mayor vinculación e integración de los pequeños productores agrícolas a las cadenas productivas, los nuevos modelos de negocios basados en las TIC, la transición del abastecimiento local al global, la trazabilidad y la inocuidad como bases de la competitividad y la tendencia de regresar a cultivos básicos pero con un alto sentido de salud nutricional y cuidado del medio ambiente.
Para poder asimilar estas tendencias y destacar en el desarrollo agrícola se debe desarrollar una verdadera política agrícola integral, de sustentabilidad y de largo plazo. Se han dado pasos importantes como lo es la política de apoyo a la productividad y al financiamiento a través de una nueva institución. Pero también es necesaria una mayor educación de los campesinos y dotarlos de un conocimiento con sentido empresarial. Los agronegocios son la llave para democratizar la productividad porque permiten agregar valor a la cadena productiva y comercial, pero desde la producción primaria, dotando de mayores capacidades a los pequeños productores mediante esquemas asociativos como lo son los agroclústers, cuya base logística son los agroparques que actualmente desarrolla la Sagarpa.
El campo mexicano tiene potencial para ser competitivo y capaz de sustentar una gran medida del desarrollo económico y social de México y así superar la pobreza ancestral. En este contexto, el Programa Sectorial de Desarrollo Agropecuario, Pesquero y Alimentario 2013-2018 es una buena estrategia, pero requiere del esfuerzo y el compromiso de todos los involucrados. Hay que dejar atrás el paternalismo y mirar al campo como una fuente de riqueza y de prosperidad, con un sentido de utilidad social y económica.
* Presidente de Consultores Internacionales