Francisco Cervantes era un escritor cansado cuando le conocí, allá por el año de 1997. Apenas puedo creer que hayan pasado más de 20 años. Había regresado a su natal Querétaro, quizás porque la Ciudad de México ya le había minado su humor y no su ciclo allá había terminado. A pesar de haber gozado de la beca Guggenheim y colocarse entre los becarios del FONCA, no tenía una familia o actividad que le esperara. Muy pronto la comunidad literaria de Querétaro lo ubicó y más pronto que tarde ahuyentó a muchos con su agrio carácter. Aceptó sin embargo la invitación de Teresa Azuara para dar un taller de literatura en “La Buhardilla”, donde conoció a personas no doctas pero sí entusiastas y con el tiempo mudó al Museo de la Ciudad con su propio taller de Poesía “Fernando Pessoa”, del cual yo también formé parte. Pero me estoy adelantando, así que comenzaré como dicen, desde el principio.

Lo conocí una mañana en el extinto Centro Cultural Alameda, cuando Francisco de Paula Nieto, el director en ese entonces, me encomendó platicar con él de un proyecto que no llegó a concretarse sobre seminarios de literatura y puede ser que debido a mi edad —24 años en ese entonces— y a mi feminidad, me dijera con amable desdén que no quería estar con “el viejito saltarín” de Salvador Alcocer, y que solamente accedería en caso de que hubiera otros ex becarios del FONCA. Percibí que quería ser reconocido en su tierra y que Salvador Alcocer, Valentín Frías, Hugo Gutiérrez Vega y otros más, eran queridos conocidos, pero Él, que había conocido mundo y había sido antologado por Octavio Paz, en cambio, no. Iba a su lado María de Jesús Ramírez, quien hacía de manera informal de su asistente, pero que le resolvía mucho de la logística de sus gestiones y gracias a Ella gran cantidad de negociaciones podían concretarse, pues el gesto de desdén de Francisco Cervantes era característica de su persona, en cambio en compañía de Ella tenía el mejor humor y las metas se concretaban de manera más sencilla.

Yo era ingenua y muy paciente, así que tomé nota en ese momento de todo lo que no quería. No se realizó nuestro seminario de conferencias, pero sí ingresé al taller “Fernando Pessoa” y cada lunes durante tres años conviví con el Señor de la triste figura, y le digo así, no por ser Cervantes, sino porque su aspecto era demacrado, muy delgado, con dentadura postiza y caminaba con bastón porque muy seguido tenía heridas en los pies debido a la diabetes. Su mente en cambio era lúcida y su oído impecable.

Escribir bajo su sombra fue un privilegio que puedo presumir y atesorar, mi melancolía arrítmica se convirtió en canto muy afinado, el sonido de la lectura se volvió crucial y así los adjetivos desaparecieron, los sustantivos tomaron su trono y los verbos encabalgaban el movimiento sonoro y visual. Conocí con él poetas europeos contemporáneos, descubrí su inclinación por la voz femenina y muchos títulos de la Cineteca fueron sugerencia directa de él. No tenía problema con la gente tatuada o la homosexual. Lo que sí le sacaba de quicio es que le pidieran directamente que los apadrinara con sus conocidos para publicar o tener un trabajo, eso sí que no se le daba.

Y no era raro ir a cenar después del taller, o que nos visitara al departamento del tercer piso: tocaba la puerta con su bastón en un ritmo raro que parecía una rama empujada por el aire.

Desde su perspectiva conocí su versión de algunas anécdotas y personalidades de la literatura nacional, por ejemplo, cuando viajó a la playa por primera vez con Gabriel García Márquez, éste gritaba desde la ventana de copiloto “¡abran paso a la virgen de mar!”.

Nos relató que en su momento conoció a Octavio Paz y que en su afán de dar a conocer el quehacer literario de su tiempo, le antologó a Él y a muchos otros, cosa que le abrió las puertas. Contó que en una lectura en el Palacio de Bellas Artes leyó sus poemas, al lado del maestro Paz, de Jaime Sabines y otros más. Que en su turno sucedió sin mayor problema, pero que cuando Sabines lo hizo, la gente le ovacionaba y le pedía que siguiera leyendo, incluso le gritaban la página del poema. Octavio Paz le preguntaría tras bambalinas cómo se sentía al respecto y Cervantes le confesaría la gran envidia que eso le causaba.

Vivir en Portugal y gozar de la Beca Guggenheim mientras traducía a Pessoa lo cambió profundamente, él mismo comentaría que su voz poética se volvió melancólica y acaso fatalista. Ser traductor sería un poco volverse la sombra y asumir la intención del poeta portugués, reproducir el ritmo de los poemas al castellano es parafrasearlos y al hacerlos mimetizarse en ellos. Yo diría que se había dejado devorar por la poesía de Pessoa y que parir de nuevo su propia voz fue doloroso, porque como él mismo se decía: “no soy Fernando Pessoa” y dejar la pluma creativa por un tiempo fue cosa seria. Algunos críticos queretanos como Luis Alberto Arellano comentarían que su único mérito relevante era haber sido traductor, pero para otros su obra Cantado para nadie, donde se agregaban poesía nueva a sus asumidos sesenta y tantos años.

Comenzar y recomenzar con el corazón roto en el Querétaro en el que él mismo se autoexilió, con el alma cansada y lleno de melancolía, mi crecimiento poético tuvo una guía generosa, quizás porque los que continuamos en su taller no teníamos demasiada prisa ni por publicar ni por hacer lecturas públicas. Fue en el año de 1999 que con ayuda del Gobierno del Estado decidió hacer una compilación de poesía queretana bajo su propia selección, quienes participamos fuimos poetas queretanos de su taller así como algunos otros reconocidos a nivel estatal y nacional.

Algunas ironías de la vida se dan simplemente: Él comentaba que no tenía caso que le hicieran homenaje a una persona construyendo una estatua en la plaza, porque las únicas que disfrutaban de ella eran las palomas cagonas. “¡Imagínense tener la cabeza llena de caca y plumas de paloma!”, decía. Tiene poco tiempo que se colocó a la entrada del Museo de la Ciudad una estatua del poeta sentado al lado de un gato y no son palomas, sino gente la que se sienta y se saca selfies a su lado. El otro día una muchacha muy linda platicaba con sus amigas mientras le acariciaba la cabeza a la estatua y le comenté que esa imagen sola hubiera reconfigurado la idea que el maestro tenía y al contrario, estaría encantado dejándose acariciar por Ella. Pues como casi todos los hombres mayores, contemplar a las jovencitas era el placer estético que perduraba en su relación con el eterno femenino. Estaba acostumbrado a la negativa femenina y un día con unas copas de más nos dijo que tan acostumbrado estaba a ser rechazado que si le decían que sí entraría en pánico, con esa vocecita que volvía aguda antes de reírse para sí mismo.

Pienso en las coincidencias de la vida, yo como queretana coincidí con familiares cercanos del maestro mientras estudiaba secundaria y prepa, pero por la escisión familiar en la que había decidido vivir nos dimos cuenta hasta hace poco de ello. Le conocí solo, en un círculo donde algunos benefactores le procuraron un ingreso fijo y un lugar dónde vivir de manera decente.

Ciertamente la noticia de su muerte fue un golpe en mi corazón y confieso con mucha tristeza que me resistí a ir al funeral y casi lo agradezco, porque a pesar del estado de salud con el que ya me tocó conocerle prefiero recordarle así: caminando lento, platicando de literatura, recomendando la pulcritud del sonido criticando con un agudo sentido del humor negro a los personajes del quehacer queretano.

Mi voz poética le debe mucho al maestro, quien no necesariamente atacaba los lugares comunes o defendía el minimalismo, sino atendía a la musicalidad y la coherencia de ideas en la escritura, me enseñó a escucharme y a rediseñarme. Lo extraño personalmente.

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