A finales del año pasado, un rumor comenzó a susurrarse en las redacciones de los periódicos: Eduardo del Río, Rius, estaba enfermo. Pocos, muy pocos, decían que el estado de salud del monero que transformó la historia del cartón político mexicano era delicado. Algunos otros aventuraban un final inminente. El susurro se fue transformando en chisme: es cáncer, aseguraban otros más.

Un día de noviembre del año pasado marcamos a la casa de Rius, en Tepoztlán, Morelos, para pedir una entrevista. Íbamos a prometer brevedad para no alterar al maestro de al menos cinco generaciones de caricaturistas. Él contestó el teléfono. La voz era fuerte, franca. La idea de visitarlo le encantó. “¡Claro!, vengan. Acá los veo”, dijo. Su entusiasmo no cuadraba con las referencias que se tenían en ese momento.

Dio instrucciones, sugirió rutas de camión y de carretera, aseguró que era fácil llegar al Barrio de San Miguel en el Pueblo Mágico de Tepoztlán.

Esa mañana de jueves de noviembre, los ladridos de los perros se escucharon por toda la calle cuando EL UNIVERSAL tocó la puerta del monero que en 2014 publicó Mis confusiones. Memorias desmemoriadas, un libro autobiográfico en el que da cuenta de sus primeros monos en la legendaria revista Ja-Já. No estaba. “Espérenlo, ahorita viene”, dijo una mujer.

El día en que este diario fue a zopilotear a Rius —como se dice en el argot periodístico—, el más rojillo de los caricaturistas, el más irreverente, el monero que un día fue secuestrado y llevado al Nevado de Toluca para que viera su propia tumba si no le bajaba a las críticas de sus monos, había salido a ver a unos jóvenes en un centro cultural cercano a su casa.

Bajó del auto, apenado por la demora de 10 minutos. Calló a los tres perros, un xoloescuincle, un french poodle y un salchicha, que celebraban su llegada e invitó a pasar al equipo de EL UNIVERSAL. Su andar era lento, pero firme. Había dos mujeres y un niño. Juguetes regados por aquí y por allá. Eligió dónde sentarse y asignó el lugar de los demás. Ofreció bebidas. Estaba sonriente. Amable. Era una mañana calurosa. La luz entraba por un gran ventanal y pintaba de azul profundo los ojos del caricaturista. Las paredes eran amarillas y azules y por todas partes se asomaban los símbolos del pensamiento e ideología de Rius.

En una esquina estaba una figurilla del Subcomandante Marcos, el hombre que detrás de la máscara dijo que su interés por la política y por la justicia social se debía al historietista que nació en Zamora, Michoacán, en 1934. De esto, de provocar la crítica en los jóvenes, estaba orgulloso: “Me da mucho gusto haber contribuido a que mucha gente se vuelva atea, se convierta en vegetariana, sea rojilla y se dedique a pensar”, dijo en la entrevista que se convirtió en la última que concedió.

En un muro estaba la Virgen de Guadalupe orgullosa de sus curvas desnudas; la imagen le dio risa y la presumió, era un provocador nato. Detrás del sillón vigilaba Ernesto Guevara, el Che, escondido entre matorrales; sobre una repisa descansaba Calzonzin, tallado en madera, uno de los personajes más afamados de su larga carrera.

Le llamaban la atención la cámara fotográfica y de video, las luces. Por un momento reparó en que su imagen estaba siendo captada y sólo pidió una cosa: que la bolsa recolectora que guarda en otra de tela, colgada en su lado izquierdo, no fuera perceptible en las fotografías.

La charla sucedió a su ritmo, entre risas y guiños. “Soy maestro involuntario, yo no traté de hacer nunca una escuela con mi trabajo, ni Naranjo ni Helioflores. Nos decían los tres mosqueteros de la izquierda”, dijo.

Durante la conversación recordó su paso por EL UNIVERSAL, en donde a partir de abril de 1977 editó Mi mundo, un suplemento dominical que buscaba la participación infantil. Fue un proyecto que duró 31 números llenos de monos del propio Rius, preguntas, filatelia, biografías; pretendía estimular a los niños a investigar, a comunicarse (cada semana daba su dirección postal para recibir cartas). Duró casi ocho meses. “Fue una experiencia muy agradable porque traté de hacer algo fuera de lo común y corriente, fuera de lo usual”, comentó.

Luego de más de media hora de conversación se inquietó. Sólo le quedaba una cosa por decir, que en Gayosso estaba listo su sepelio porque ahí trabajó durante muchos años y que tras la muerte, no hay nada más. “Yo veo la muerte como decir: Ya, ya hiciste todo lo que tenías que hacer, ya, se acabó. No creo en el más allá ni en cosas así”.

La entrevista se publicó en el número 183 del suplemento Confabulario.

Ayer, nueve meses después de aquella charla y de aquellos rumores, durante la madrugada, a la 1:45 horas, Rius, el segundo mosquetero, se fue a la nada. Se acabó. Él sabía que este día llegaría. Sus amigos también. Él se encargó de anunciarlo un par de semanas después de la entrevista con EL UNIVERSAL. El 7 de diciembre, durante el homenaje que se le rindió en el Museo del Estanquillo, en donde se resguarda una parte de su archivo, a propósito de la entrega del Primer Reconocimiento de Caricatura Gabriel Vargas que entregó el gobierno de la Ciudad de México, informó frente a una amplia audiencia que en octubre le habían dicho que había pasado a la categoría de enfermo terminal.

“¿Qué es eso de enfermo terminal? Pues alguien que se va a morir. Se alojaron indebidamente en mi bello organismo dos pequeños cáncer, están chiquitos. Así que estoy pasando por esa etapa de mi vida por la que casi todos vamos a pasar. Mi cuerpo médico cuida de mí y me está garantizando que voy a morir en perfecto estado de salud”. Él se reía de sí mismo y de todos, de la muerte, de los zopilotes sobre su cabeza, se fue cuando se le dio la gana. Se despidió con dignidad. Tan tan.

Ayer por la mañana, tras conocerse la muerte del también escritor, en la casa no había coronas ni arreglos ni multitudes para despedirlo. La familia avisó que el cuerpo del creador de Los supermachos y de Los agachados sería velado en la agencia funeraria de Gayosso Sullivan, en la Ciudad de México; pero un par de amigos como Felipe Casas, también veterinario de sus mascotas, se lamentaba por la partida de un ser humano “incomparable y generoso”.

Otros, como Jesús Sedano, director del Auditorio Ilhuicalli de Tepoztlán, recordaban que Rius caminó mucho por este Pueblo Mágico de Morelos. Recorrió campos, calles y conoció de la combatividad de hombres y mujeres en temas sociales. Y cuando la gente le decía a Rius que se cuidara, solía contestar: “¿Me cuido? ¿De quién o de qué?” Además, cuando era reconocido en las calles y le pedían fotos, Rius hacia la señal de cuernos porque no le gustaba posar. Y un día, sin más, confesó: “Ya me siento muy cansado, ya me quiero jubilar. Aprovéchenme porque ya estoy cansado”.

Pero así como se deleitaba con los paisajes que ofrece ese pueblo también manifestaba su disgusto por las fiestas patronales. “Al fin ateo, no gustaba del brinco del chileno porque decía que era siempre lo mismo. En ocasiones no era muy bien visto porque aquí se adora a la Virgen de Guadalupe, y pues él era ateo, no creía en eso”, dice Sedano.

Rius gustaba de relacionarse con la gente de Tepoztlán y en ocasiones aceptaba invitaciones a comer mole y, aunque era vegetariano, aceptaba lo que la gente le obsequiaba.

En la funeraria se pidió que no hubiera símbolos religiosos ni se oficiaran misas. Los restos serán cremados hoy a las 19:30 horas. Rius tendrá un homenaje en el Estanquillo mañana a las 15 horas.

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