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Por un momento piensa que eres extranjero y te dicen, “¿quieres un pan de muerto?”. Comerte esos huesitos y saborearte la representación de un difunto parecería macabro en otro entorno cultural, pero esto es algo intrínseco en México. Lo mejor es que existen un sinfín de variantes que se comercializan en mercados, tianguis, esquinas y casas en tantos lugares del país, ya sea para colocarlos en las ofrendas como para compartirlos con la familia. Hay un universo más allá de aquellos que se consumen en las panaderías de la capital pues son presente vivo y diverso.
Los diferentes panes de muerto son provocadores del antojo y vehículos para incentivar la economía local: piensa en todas las panaderías rurales, tradicionales y artesanales que siguen resistiendo ante los supermercados y la homologación. Cada uno es un mensaje que sirve para decirle a los que se nos adelantaron que los recordamos. Los panes tradicionales con funciones ceremoniales y sociales son un tema amplio por investigar en temas de cocina tradicional, de norte a sur, pues son esenciales en algunas bodas, bautizos, funerales y fechas especiales de diferentes orígenes, como el caso del Día de Muertos.
En general, el pan es un alimento mexicano arraigado y cotidiano que fue posible gracias al mestizaje: el trigo se introdujo a nuestros cultivos y dieta con la colonización. Se fue moldeando a través del tiempo con la creatividad de las manos de diferentes regiones, así como con ingredientes locales. Si bien las creencias y la simbología prehispánica está presente en las ofrendas de los pueblos y en el gusto e interpretación de los sabores (que son categorías culturales), ambas se fueron entretejiendo con los elementos que llegaban de otros lugares (algunos en sincretismo, otros como imposición).
La historiadora Elsa Malvido dijo que pocas veces se reflexiona o cuestiona eso que dice sobre las costumbres (sobre todo en esta que ha sido usada con fines nacionalistas, oficialistas y turísticos). Ella investigó la salud, la enfermedad y la muerte en la cultura nacional y explicó que varios elementos de esta celebración se relacionan con las prácticas vigentes en Europa al momento de la Conquista. Esto lo escribió en diferentes publicaciones, como el especial de la revista Arqueología Mexicana llamado “La muerte en México. De la época prehispánica a la actualidad” y en su artículo “La festividad de Todos Santos y Fieles Difuntos, y su altar de muertos en México, Patrimonio Intangible de la Humanidad”.
Ella argumentó que la celebración de Todos los Santos el 1 de noviembre, se inició en el siglo XI por iniciativa del abad de Cluny. Con ella se honraba a los fieles que habían muerto en los primeros tiempos del cristianismo. En Aragón, Castilla y León se preparaban dulces y panes como canillas con miel, que asemejaban huesos, entre otros más que emulaban cráneos o esqueletos enteros.
Los panallets de almendras son otro ejemplo en Cataluña y los frutti dei morti italianos, con formas de frutas y animales, se asemejan a las que se encuentran en Xalapa, Xico, Orizaba y más lugares en el sureste hechos con pepita. Algunas localidades rurales de Europa aún conservan esta tradición comestible (y estos países también son parte del legado que conforma la original panadería mexicana).
Sin embargo, de manera antropológica, hay que reconocer que el culto a la muerte en Mesoamérica fue vital y profunda, aunque algunas de las intenciones de aquel tiempo no necesariamente se relacionan con lo que hoy en día hacemos, ciertas reminiscencias aún siguen actuales. Fray Diego de Durán dijo en su crónica sobre la ofrenda de Huitzilopochtli que la gente “no comía otra cosa que no fuera tzoalli con miel”, que era una imagen de la deidad adornada y vestida, hecha con amaranto y miel de avispa o maguey (y hasta sangre, si es que esta salpicaba durante los sacrificios). También se le ofrendaba unas tortillas pequeñas que compartían al terminar la fiesta.
También existía una diosa llamada Cihuapipiltin que representaba a las mujeres que morían en el primer parto: se creía que rondaban causando enfermedades a los niños, y a fin de evitar su ira, se le ofrecían alimentos con figuras de mariposas o rayos hechos con amaranto; así como yotlaxcalli, una mezcla de maíz seco y tostado, que Bernardino de Sahagún llamó pan “ázimo” porque no tenía cal. Otros platillos para esta ocasión eran los xucuientlamatzoalli, unos tamales; el izquitil, que era maíz tostado; el huitlatamalli, otro tamal que se regalaba a las deidades; y el papalotlaxcalli o “pan de mariposa”, una tortilla a la que se le imprimía un sello con pigmentos naturales, como el caso de las ceremoniales que aún persisten en Comonfort, Guanajuato.
Y como perspectivas e historias no faltan en el tema de la comida, el académico José N. Iturriaga escribió en “Historia y origen del pan de muerto” que el Día de Todas las Almas, es decir el 2 de noviembre, fue establecido por Odilón a finales del siglo X para interceder por las almas de los muertos y que en el siglo XIII se celebraban en todos los países católicos. “Las ofrendas incluían desde el pan de ánimas de Segovia hasta los huesos de santo de mazapán en Aragón. (…) En las nuevas ofrendas mexicanas, ahora llamadas mestizas, se incluye el tradicional pan de muerto, entre otros platos, junto con bebidas que los muertos disfrutaban en vida”, añade.
En cuanto a la variedad presente por entidad, los panes pueden ser antropo, fito o zoomórficos, e incluso no tener ninguna de estas representaciones. Al centro del país en Mixquic hay panes como el que documenta el investigador y gastrónomo Mauricio Ávila Serratos en su "Recetario tradicional del Distrito Federal", de la colección Cocina Indígena y Popular, y que lleva harina, levadura, ralladura de naranja, mantequilla, huevos y leche; y los golletes, unas roscas de un tono rosa mexicano muy vistoso.
En otros estados como Tlaxcala se preparan panes alargados o redondos con los mismos ingredientes del pan de fiesta, que lleva huevo y hierbas frescas. En Puebla hay los que se espolvorean con ajonjolí, los que incluyen en su mezcla esencia de azahar y uno más que se coloca en altares, con textura seca y color amarillo, llamado sequillo. En Hidalgo encuentras cajitas que simulan a los féretros usados para el entierro, así como la rosca de la vida, que es duro y se adorna con “huesos” de manteca. En Morelos se come un panecillo antropomorfo sumamente adornado, que tiene hasta bracitos panosos.
La región sureste resulta un agasajo para la documentación debido a que los diferentes pueblos y culturas originarias enriquecen el crisol disponible. Oaxaca es una alacena creativa: verás desde los que se elaboran con anís, yema de huevo, vainilla y ajonjolí, con rostros plásticos en la parte superior, hasta el borrego de Miahuatlán de Porfirio Díaz, el pan bordado de Villa de Etla, el pan decorado de San Pablo Villa de Mitla, las variantes hechas con pulque, hasta las “regañadas”, que son hojaldradas. Chiapas tampoco se queda atrás: sus panes con formas de personas, que son decorados con colorante, son vistosos y ricos.
En el Bajío uno de los lugares que ofrece mayor vastedad es Michoacán: el pan de ofrenda lleva harina de trigo, levadura de soya, azúcar y sal, en formas de cuerpos de personas, burros, conejos, sombreros y más. Asimismo, preparan el pan de hule, que es redondo, brilloso y de masa obscura (y también se consume en bodas).
Por último, el más famoso (y con el cual se realizan más versiones en cocina contemporánea) es el que tiene una bolita al centro y algunos bastones laterales que representan los huesos: esta receta lleva mantequilla, agua de azahar y ralladura de naranja, y se espolvorea con azúcar (los hay de diferentes tamaños). También están los que tienen la misma forma y pueden llevar vainilla y anís así como ajonjolí encima.
Carlos Ramírez Roure, panadero de Sucre i Cacao, da siempre el consejo de que lo fundamental para un pan de muerto de calidad son los insumos y la técnica: si no se cuida el sabor, de nada sirve querer inventar el hilo negro. Empero, algunos exploran con los rellenos de nata, cajeta, chocolate, matcha, crema pastelera, etcétera (con sus fanáticos y detractores).
En este último caso conviene entender que, en esta búsqueda exhaustiva de la multiplicidad de expresiones de los panes de muerto, hay varias visiones: están quienes buscan acumular los panes probados a listas y recomendaciones (lo cual es válido y hasta apreciado por algunos), o quienes buscan un hilo narrativo en el cual importe fondo y forma, sabor y contexto. Es necesario descentralizar la información e invitar al análisis sobre qué tanto se pugna por mantener la singularidad de los caleidoscópicos panes, por la valoración de la memoria y su relación simbólica y por la necesidad de ofrecer alimentos con materias primas adecuadas.