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Han esperado una eternidad. Poco les importa gastarse buena parte de la quincena, sufrir los estragos del inclemente sol en el tráfico o perderse casi todos los juegos de su equipo en el Apertura 2013. Asistir al Coloso de Santa Úrsula, en la tarde de la venganza, vale cualquier esfuerzo.
Eso explica que las tribunas del Estadio Azteca se tiñan de amarillo y azul. La histórica división que provocan los choques entre el América y el Guadalajara queda para otra ocasión… Cuando los equipos más populares del futbol mexicano estén al mismo nivel.
Ayer fue un claro dominio águila en cualquier recoveco. La interminable caravana que llega por Calzada de Tlalpan y Avenida del Imán tiene en la presunción y orgullo a sus estandartes.
“Siempre se dice que en el Clásico puede pasar lo que sea, pero ahora no. Somos mejores que ellos, no tienen con qué hacernos algo”, afirma Luis González, vendedor en una tienda de abarrotes, quien no pisaba el hogar amarillo desde aquella velada en la que observó la undécima coronación azulcrema. “Quería venir a todos los juegos, pero vi que este torneo recibíamos a las cabras esas y ahorré para cuatro boletos”.
Le acompañan sus tres hijos. El más pequeño, Fernando, no había nacido en 1996, año en el que el corazón de su padre sufrió una herida que ni siquiera ha empezado a cicatrizar.
No olvida aquella visita al Jalisco. El Rebaño Sagrado, entonces dirigido por Ricardo Ferretti, se llevó el juego que divide a México con un irrefutable 5-0. Es la mayor goleada en el Clásico dentro de los torneos cortos. Desde entonces, ha aguardado por la revancha.
“Es ahora o nunca. Estamos muy bien, somos los campeones, Miguel Herrera es un dios y ellos están en el lugar perfecto: peleando por el (no) descenso”, advierte Luis. “Tampoco se me olvida que varias veces nos han metido 3-0… Pero hoy (ayer) será”.
Sentimiento también experimentado por los más de 75 mil americanistas que construyen la mayoría en el Azteca. El resto son valientes o enfermos de amor por un gigante en decadencia.
El Piojo es recibido con una ovación digna de rock star, las Chivas son asfixiadas dentro y fuera del campo. Tarde añorada por el pueblo azulcrema durante más de tres lustros. Por eso, muchos de sus integrantes adquirieron entradas el lunes o martes; otros, gastan hasta tres mil 500 pesos en tickets con precio original de 700.
El problema es que la euforia languidece un poco más cada que cae uno de los granos que componen al reloj de arena. Las gargantas no explotan, así es que reaparecen los insultos en las gradas. Nada de relevancia, al igual que durante las horas previas, cuando diminutos brotes de violencia no empañan la sui géneris convivencia que seguidores amarillos y rojiblancos son capaces de sostener.
Todos los desencuentros son controlados por la policía, que no llega a tiempo a algunos. Aparecen muchos hematomas, aunque poca sangre, en un duelo que siempre tiene a la pasión como argumento.