El Gallo se niega a morir. Ahí, de hinojos sobre la línea de meta, Wilberto Cosme experimentó la más dulce de las mutaciones para un futbolista: de villano a generador de ilusiones.

Eso explicó que los ojos del delantero colombiano se tornaran vidriosos, mientras las lágrimas se multiplicaron en las tribunas del estadio La Corregidora. Sí, los milagros existen... Al menos a esa utopía se aferran seguidores, jugadores, cuerpo técnico y directiva del Querétaro.

Victoria (2-1) que prolonga el estertor de los Gallos Blancos, pero también les permite soñar con mantenerse en la Primera División, por más que su margen de error sea diminuto. El siguiente paso no depende de ellos. Requieren que el Atlante derrote hoy al Puebla.

Mientras llega la hora, saborean su enésima muestra de corazón. Por eso regaron el césped con néctar de felicidad. Parecía que todo había terminado, hasta que Cosme se sacó la daga que hirió su corazón desde que erró aquella clara opción ante el marco de Óscar El Conejo Pérez.

Eran los mejores instantes del Querétaro. Amaury Escoto (51’) acababa de reactivar el anhelo con su potente cabezazo. El daño generado por la anotación de Mario Ortiz (23’) ya era simple anécdota. Los dirigidos por Ignacio Ambriz tenían 40 minutos para marcar otro gol con propiedades balsámicas.

Cosme lo tuvo en su cabeza unos cuantos segundos después. Al igual que en el primer tanto de los locales, el servicio de Jorge Echavarría fue certero, pero el goleador de ébano resultó traicionado por los nervios. La angustia amenazaba con devorar a los Gallos Blancos.

Se quedó a tres minutos de hacerlo. El San Luis no soportó el vendaval desatado por un equipo en agonía. El arquero Sergio García se convirtió en un espectador más, tan ansioso como los miles que se mordían las uñas en las tribunas.

Casi se las arrancan tras aquel zapatazo de Apodí que cimbró el poste derecho de la portería custodiada por el veterano y eficaz Conejo. Grito de gol ahogado, frustración colectiva.

Sensaciones que Cosme modificó con su poco estético remate. Mario Osuna ganó la posición dentro del área potosina y desvió el balón para la solitaria entrada de su compañero, quien conectó el esférico con la parte alta del cráneo.

Caprichosa, la pelota resbaló por la red, mientras miles de gargantas explotaron impulsadas por el milagro queretano. El propio Wilberto parecía no creerlo. Se animó a festejar hasta que varios de sus compañeros le abrazaron.

Antes de volver a su mitad de campo, se enfiló al costado derecho del arco que acababa de horadar. Se trataba de una deuda personal, esa que adquirió media hora antes.

La vidriosa mirada resultó espejo de su exprimido corazón, al igual que la petición de perdón construida al juntar las palmas de sus manos.

El colombiano acaba de mutar en generador de ilusiones.

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