Arraigado en algún suburbio clasemediero, a Miguel Herrera se le recuerda como aquel desafiante güerejo, bajito, pero entrón, al que los cuates apodaban El Piojo y que solía perder la cabeza cuando se calentaba en la cascarita futbolera, a la que era infaltable, muy a modo con su facha pendenciera.
“Se trata del clásico muchacho de barrio, surgido en el potrero”, cuya trayectoria futbolística “no era muy exitosa cuando llega al América, pero la vida es así: somos nosotros y nuestras circunstancias”, desmenuza José Miguel Candia, sociólogo de la Universidad de Buenos Aires, especializado en el entorno balompédico mexicano, el cual define en varios textos de su autoría.
Así, como si de pronto aterrizara una suerte de Hada en su humilde vivienda, El Piojo se traslada del llano a las cuidadas canchas profesionales, hasta alcanzar cierta fama a la par de su apodo, al extremo de incursionar en el selecto mundillo de quienes han dirigido al tan mentado equipo de todos, según lo decretan los vanos analistas televisivos.
El sobrenombre “pudiera parecer despectivo, pero él lo ha sabido manejar, ha sido prudente y lo ha hecho simpático en un segmento de la afición futbolera”, añade Candia, interesado en el perfil del actual estratega de la Selección Nacional.
“Ese tipo de apodo es muy clásico de nuestra vida barrial, de colonias populares. Alguien me explicó que tenía que ver un poco con su aspecto físico. Lo conozco personalmente, es chaparrón, casi no tiene cuello, es morrudo y tiene buena condición, aunque ahora está gordo, porque ya no es jugador activo”, describe.
De hecho, “lo conocí en su época de jugador de Atlante y era exactamente un corcho, decían algunos. De ahí le vino el apodo de Piojo. Él lo ha sabido manejar. Nunca ha mostrado fastidio ni encono para quienes le dicen de esa manera. Yo diría que en esta relación de sumas y restas, es más lo que ha ganado que lo que ha perdido”, considera.
“El personaje —añade el sociólogo— escapa un poco a ciertos patrones que suele buscar la Selección Nacional, de gente de estilo más atildado, de manejo menos impulsivo, más terso, tanto con el público como con la prensa. Miguel es lo contrario. Es la imagen de un hombre hiperactivo, de una personalidad sumamente extrovertida y que exterioriza sus sentimientos de frustración y de alegría de una manera que no lo hacen todos los técnicos”.
Miguel, descubre Candia, “es como la negación del personaje cuidado, que procura presentar la Selección”. Sin embargo, había una urgencia, tanto de los federativos como de los patrocinadores de nuestro representativo. Para suerte de Miguel, el rival que nos tocó —en la repesca— estaba casi puesto a modo”.
El sociólogo pondera su facilidad para “romper con ciertas formas, específicamente la exuberancia en los festejos, la manera en que expresa disgusto cuando hay algo que no le agrada. A diferencia de otros técnicos, en particular de quien fue su maestro, Ricardo La Volpe, él tiene buen manejo con la prensa, es frontal al hablar, pero no grosero. Es llano en el lenguaje, muy simple, pero no es vulgar”.
Sin duda, elogia, “ha sabido manejarse, en ese sentido hay que felicitarlo, porque aún con limitación de discursos, a veces discursivos, sabe expresarse sin necesidad de tener un tono confrontativo”, concluye José Miguel Candia, respetuoso del nuevo héroe de esta novela gacha.