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Acapulquito, la playa de San Juan del Río

A 44 kilómetros de la capital hay un cuerpo de agua que ofrece a sus visitantes la posibilidad de sentirse en la playa

Foto: Guillermo González
03/08/2018 |05:35
Redacción Querétaro
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“Qué tanto es tantito”, quizá diría el escritor mexicano Armando Ramírez si visitara Acapulquito, un lugar que podría ser considerado como la única playa del estado de Querétaro; situada a 44 kilómetros de esta capital,en la periferia de San Juan del Río.

Aquí, gaviotas, patos, y uno que otro pelícano se dan vuelo dentro del paisaje acuático mientras que el turista se solaza con la brisa que le brinda respiro, aún teniendo entre las manos un tarro de michelada y sobre la mesa una docena de camarones al aguachile.

“Pícame que pícame pulguita, al ritmo tropical de esta cumbia desnudita; pícame que pícame pulguita, al ritmo tropical de esta cumbia tan bonita”, se escuchan con potencia las voces e instrumentos del grupo musical; ello dentro de un enorme jacalón con techados de palma y piso de cemento, pero con azulejada pista de baile.

Para acompañar la danza y el fluir de la cerveza —única bebida alcohólica autorizada por el municipio—, los casi diez negocios que se disputan la clientela de la sede turística promueven sus entradas y platillos fuertes; tales como tostadas de pulpo y ceviche, cocteles vuelve a la vida y campechanos, caldos de mariscos, filetes de tilapia, mojarras de medio kilo y molcajetes mar y tierra, entre otros.

Aunado al menú y a la decoración tropical, el vivo sol sanjuanense apoya la sensación que adquieren algunos clientes, de “sentirse como a la orilla del mar.” Al final de cuentas, según cuenta un camarero, la mayoría de los pescados que se sirven aquí provienen tanto del océano Pacífico como del golfo de México.

La estancia beach

Acapulquito es el nombre que recibe este popular cordón ribereño de la presa Constitución de 1917, creado hace 30 años por ejidatarios de la comunidad de La Estancia. Un sitio que también es llamado La Estancia Beach por parte de grupos de jóvenes que suelen aprovechar los parajes y atardeceres para encender fogatas bohemias. Corazón de una comunidad con 6 mil habitantes, la ribera constituye un espacio recreacional que apenas se promueve por parte de la oficina de Turismo del ayuntamiento, aún cuando cada fin de semana atrae a alrededor de 3 mil visitantes y brinda ocupación a 600 familias, según lo aseguran comerciantes a este diario.

Toxicidad moderada

Durante los fines de semana y en temporada vacacional, un tráfago de turistas y vendedores de artilugios o servicios se distribuye tanto en las palapas-restaurante como en muchos de los rincones de esta playa de tierra y pasto; todo ello frente al cuerpo de agua más grande —y uno de los menos contaminados, industrialmente hablando— de la entidad.

Si bien la Comisión Nacional del Agua (Conagua) mantiene con “semáforo rojo” a este vaso contenedor del líquido que llega del arroyo El Caracol, su toxicidad se valora como “moderada”, teniendo uso “aceptable” para riego. Se trata de una ventaja que sólo poseen ocho de los 27 cuerpos acuáticos que se encuentran en el estado.

Hasta una iglesia en el fondo

Una continua oferta de “paseos familiares en lancha” persigue al visitante de esta presa con capacidad de hasta 65 millones de litros cúbicos y en cuyo fondo yacen las ruinas de una iglesia del siglo XVII, misma que formaba parte de una hacienda de nombre La Estancia Grande y/o Del Niño Manuel, según se lee en un libro de Neftalí Sáenz, cronista municipal.

Entre la fauna que predomina en este vaso destacan las carpas y mojarras, peces que si bien han decrecido en su reproducción hasta en 50% con respecto a la última década, su captura es el medio de vida de muchas familias de pescadores. Sin embargo, estos tienen que vender su producto en otras comunidades, ya que la junta ejidal les prohíbe vender directamente al turismo.

El auto administrado Acapulquito promueve también servicios de renta de cuatrimotos, así como paseos a caballo. No permite la natación o deportes acuáticos, dada la profundidad de 35 metros, pero no faltan aquellos bañistas que se aventuran por la libre dentro de aguas que al menos en la orilla lucen turbias.

De campesinos a marineros

¿De a cómo la vuelta?, pregunta al lanchero el padre de familia, robusto y de amplio mostacho. Lo flanquea un adolescente y tres niños, dos mujeres maduras y una anciana.

“Trescientos cincuenta por todos, patrón, el día está bonito”, responde el encargado del navío para doce pasajeros, angosto y de fabricación artesanal. Es un joven que ha dicho ser originario de una cercana zona agrícola.

“Que quede en doscientos cincuenta, ¿va? Somos muchos, pero no pesamos tanto”, da su última palabra una de las mujeres.

Con ocho marineros debutantes y un capitán-campesino, todos ellos provistos de chalecos flotadores, la embarcación zarpa lentamente, movida por un ruidoso motor. La familia se va feliz y apenas se ve rodeada de agua comienza a tomarse fotografías de celular.

Uno de los lancheros que espera su turno de cargar pasaje cuenta que las únicas desgracias por ahogamiento aquí ocurridas han sido los casos de suicidio, o bien de “gente que se mete borracha y a lo mejor por eso se le olvida que no sabe nadar.”

Beneficio comunitario

A mediados de los años ochenta, Martín Bautista era uno de los 25 pescadores que integraban la Sociedad Cooperativa de Producción Piscícola La Estancia, figura legal mediante la cual los también ejidatarios vendían en distintas comunidades el pescado que extraían del vaso.

Eran tiempos en que pocos automovilistas paraban en las orillas de la presa, y un momento en el que el joven Martín tuvo la idea de pedir permiso al delegado de la Secretaría de Recursos Hidráulicos para instalar en zona federal el estanquillo que obtuvo de una empresa refresquera. Una cabina metálica a la que adosó una parrilla y un tanque de gas, a fin de vender órdenes y tacos de pescado frito.

Hoy tengo 51 años, pero nunca se me va a olvidar mi origen: yo entraba remando a la presa para sacar mi pescado y luego me iba a venderlo a los ranchos”, cuenta Bautista a este medio, tras señalar que hoy día, no porque su negocio tenga ya casi 50 trabajadores, deja de “pensar como pescador, con toda humildad”.

Padre de cinco hijos que trabajan con él, Martín dice que la historia de éxito de Acapulquito, visto como rincón turístico, no es una historia individual, sino de toda la comunidad de pescadores. “Hemos luchado durante más de 30 años para defender nuestros derechos.”

No sin expresar cierto enfado, Bautista recuerda las presiones que a lo largo del tiempo han recibido de autoridades federales y locales. Así, recuerda que uno de los forcejeos más ríspidos lo tuvieron apenas en 2015, cuando el ex alcalde Fabián Pineda, y el ex titular de la Conagua, David Korenfeld, “quisieron echarnos fuera.”

“Pero nos movilizamos rápido, fuimos al Senado y obtuvimos un punto de acuerdo que nos garantizó una salvaguarda sobre la actividad económica que realizamos. Yo creo que desde entonces quedó claro que la mejor manera de mejorar Acapulquito es apoyándolo”.