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BERLÍN. Es domingo, pero a diferencia de otros domingos éste es atípico, pues el mundial ha comenzado y hoy, en unos minutos, juega México, mi país natal, contra Alemania, la nación de quien es mi esposo desde hace cuatro meses.
La tarde es soleada y de camino al Tiergarten (el parque central) nos topamos con una sorpresa, pues la calle que lleva a la Puerta de Brandenburgo está cerrada, y en los alrededores se encuentran más de diez patrullas y una ambulancia de Cruz Roja. Al doblar en la esquina para llegar al monumento histórico, nos topamos con una fila de miles de personas esperando ingresar a la zona donde proyectarán el partido en una pantalla gigante.
Al ver que era imposible entrar por ese acceso, decidimos darle la vuelta a la manzana y entrar por una calle paralela, que te lleva directamente al Monumento a los Soldados Soviéticos.
El clima es favorable para estar en la calle. La temperatura en Berlín en ese momento, casi las cinco de la tarde, alcanza los 30 grados y hay un cielo despejado, por lo que caminamos medio kilómetro y pasamos tres pantallas gigantes y una rueda de la fortuna para acercarnos lo más posible al escenario.
Y aunque el futbol no es mi hit, fue inevitable no quedarme en la fiesta, quizá no para tratar de sentirme árbitro o director técnico para criticar el partido, pero sí para disfrutar el ambiente lleno de puestos de comida y música.
Comenzó el partido, así que decidimos quedarnos en un espacio con sombra y en el que no había paso frecuente de aficionados —estar entre la multitud no es lo mío—, y poco a poco fue entrando esa extraña fiebre, y digo fiebre porque en realidad es una emoción que se contagia y además te transforma. Y que desde que llegamos a la puerta de Brandenburgo y vimos a 20 mil personas unidas para un mismo fin, fue una sensación agradable.
Un deporte que transforma.
Los primeros 18 minutos del cotejo estuvimos como a un kilómetro del escenario ya que nos fue imposible acercarnos a él. Se trató de un poco más de un cuarto de hora verdaderamente cardiaco. Oportunidades de gol de ambos equipos, y yo, con un ojo en la pantalla y otro en los espectadores, pues quería inmortalizar las reacciones de los alemanes y de los pocos mexicanos que vi.
Justo pasado el minuto 34, cuando tomaba fotografías de las cinco pantallas gigantes, de los puestos de comida y de la rueda de la fortuna que vistieron el encuentro futbolero, México metió gol. En ese instante solté la mano del marido para brincar un par de veces y me eché a correr para llegar a la pantalla más cercana y ver la repetición. Cierto, este deporte transforma, pues se me olvidó el marido mientras corría y gritaba ¡goool!
El gol del tricolor provocó silencio entre la afición alemana. Después, con una ligera sonrisa, me alcanzó el marido y salimos del lugar para irnos a Potsdam, a un compromiso familiar. A la salida aproveché para pedirle que le preguntara a un oficial una estimación de cuánta gente había en el evento. El oficial dio su estimado de 20 mil personas.
Salimos de allí, en el tren a Potsdam, un señor a un lado de nosotros sintonizó el partido en su teléfono. Todo el ambiente olía a futbol y, bueno, al menos dejé descansar mi mente de tanto relajo electoral que se traen en México los candidatos, los candidatitos y los canayinis.
26 minutos de Berlín a Potsdam, llegamos a Luisenplatz dos minutos antes de que acabara el partido. Casi mil personas se encontraban ahí. Había mucho nerviosismo y una ligera esperanza de ganarle o al menos empatarle a México.
Terminó el partido con el resultado histórico para México, y la afición alemana se tornó fría y sin expresión. Intenté como reportera -sin decir que era mexicana- obtener una opinión sobre el partido y la respuesta al menos de diez alemanes fue: “no tengo nada que decir sobre este juego” y se marcharon del lugar, unos cabizbajos, otros, francamente molestos.
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