“Have a nice day”, se leía en la tapa del recipiente de unicel que contenía el único lunch que comería aquel día. Sin embargo, intuí inmediatamente que aquello sería todo, excepto un buen día.
Son las tres de la madrugada. Después de ir con mis amigos a un bar, conduzco mi automóvil por Bernardo Quintana. A la altura de Pemex, veo el tráfico detenido y el parpadeo patrullas. Avanzo con precaución... “¡el alcoholímetro! ¡No puede ser!”. Una gran incertidumbre recorre mi cuerpo.
Un oficial indica que salga del carril.
“Buenas noches, soy el policía Fulano de Tal, el motivo por el que lo detuvimos es para realizarle una prueba de alcoholimetría, la cual me indicará si usted ha ingerido alcohol en las últimas horas. Si sale negativo puede irse, pero si sale positivo tendrá que bajar de su unidad para realizar una segunda prueba que nos indique cuáles son los grados de alcohol en su sangre y conforme a ello un juez determinará su sentencia.
“Por favor, llene de aire sus pulmones y sople aquí constantemente”, sigo las indicaciones y el aparato hace una lectura. “Es positivo, señor, le voy a invitar a que apague su motor y descienda de la unidad”.
Hago lo que me ordena y nos dirigimos hacia una especie de “caja de tráiler” que a un costado tiene grabado con letras amarillas: Tómate la vida en serio.
Entramos, el lugar está dividido en dos oficinas. En una de ellas se me realiza un breve juicio oral. Me asignan una abogada muy tímida y quien no parece resaltar por su presencia.
La juez me pregunta cuánto alcohol bebí, si era licor o cerveza, de dónde vengo, de dónde soy, qué estaba haciendo, dónde vivo, a dónde voy. Respondo los cuestionamientos sin vacilar para tratar de mantener el porte y el tono de voz firme con la esperanza de que me dejen ir.
“Dado que conducir en estado de ebriedad es considerado una falta administrativa [menciona el reglamento] el oficial Mengano le hará una segunda prueba para saber cuántos miligramos de alcohol contiene su organismo. Si el resultado es igual o menor a 0.19 miligramos, usted no será acreedor a ninguna sanción.
“En cambio, si la prueba arroja un resultado mayor a 0.19 sin rebasar los 0.64 se le interpondrá una sanción con derecho a fianza. De 0.65 a 1.49 su sentencia será de 36 horas inconmutables. Y si el resultado es mayor a 1.49 se le pondrá directamente a disposición de la fiscalía”.
Me coloco frente al oficial. Con un par de guantes blancos que cubren sus manos, señala que la boquilla donde soplaré está sellada. La destapa, toma un aparato y la coloca como si fuera un tornillo. Soplo.
“0.47, señora juez”, ella escribe el resultado en la computadora, ordena que tome asiento y explica que dentro de 10 minutos se hará una prueba confirmatoria.
Entre una atmósfera de estrés y misterio, Mengano aparece de nuevo y esta vez el aparatejo marca 0.45. La juez anota el resultado con presteza, parece que quiere terminar su trabajo e ir a dormir. “Señor, no pasó la prueba y conforme al reglamento [menciona los artículos] se le aplicará una sentencia, cualquier duda u objeción hágamelo saber a través de su abogada”.
La persona que me defiende pregunta si tengo alguna objeción, lo que niego con la cabeza.
“Señor, conforme a los resultados arrojados, le sentencio a 18 horas de arresto o 9 mil 500 pesos de fianza. Esto no le generará antecedentes penales. En seguida se pondrá a disposición de la Secretaría de Seguridad Pública Municipal; cualquier objeción hágamelo saber a través de su abogada”.
Al salir, otro oficial indica que coloque las manos detrás. En ese momento siento el frío de los metales que me aprisionan en exceso las muñecas. Soy esposado y me suben a una camioneta.
Llegamos a la Secretaría de Seguridad Publica Municipal. Al bajar de la patrulla nos recibe un oficial de mediana estatura y piel morena. Parece sonreír y estar contento con lo que hace: recibir borrachos y entretenerlos un poco mientras esperamos a que las puertas de El Torito se abran. En el patio de espera hay siete personas. Uno de ellos está dormido en el suelo con un casco de motocicleta en la mano derecha.
Saco mi celular, son las 4:30 de la madrugada. Entonces, un oficial con sobrepeso de alrededor de 50 años, canoso, con voz ronca y fatigada al igual que su carácter, me increpa con encono no solamente hacia mí, sino a la vida: “¡Guarda tu celular, aquí no se puede usar el celular, no te lo vuelvo a repetir!”.
Después pregunta al oficial de la entrada “¿cuántos más? Ya párenle, dijeron que ya no iban a traer más”, como si todas las personas que estamos ahí fuéramos una aberración a su trabajo y ritmo de vida.
Es mi turno para ser procesado. Dos personas están en una especie de recepción y uno de ellos me pide una identificación oficial, firmo papeles y soy dirigido hacia el interior.
El lugar luce desolado y se percibe un silencio abrumador que de repente es interrumpido por ronquidos. Es como un claustro, alrededor hay ocho celdas enumeradas, las paredes son blancas. Soy conducido hacia la número siete.
El único espacio libre está a un costado de la puerta donde decido quedarme. El custodio cierra la celda y me acuesto en ese pequeño rincón pensando que estaré 18 horas sin saber qué sucederá por la mañana.
Intento dormir, siento lo frío y duro del piso y se me hace imposible conciliar el sueño. Me duele el brazo derecho, ya que lo he usado como almohada. Ahora volteo mi cuerpo hacia el otro lado para compensar la circulación de la sangre.
Todo se vuelve más difícil, los ronquidos de algunos compañeros de celda son más intensos. Otros se paran a orinar y el olor se expande por el lugar, que ya es una mescolanza de aromas asquerosos entre orines, cruda, sudor y caño.
Se escuchan murmullos y risas: “Buenos días, ¿cómo amanecieron?”, “¿qué tal la cruda?”, “¡ya despiértense, ya amaneció!”, “hay muchas cosas qué hacer hoy”, “al ratito les van a traer menudito y barbacoa”, expresan las voces que hacen eco por el lugar en un tono burlesco.
Aún con atavíos de ensoñación colectiva, escucho la puerta principal abrirse.
“¡Ya despiértense, ya amaneció!”, exhorta un nuevo custodio mientras abre las celdas. Viste un pantalón verde y una playera beige, su edad también es mayor, quizá unos 50 años, piel morena y trompa prolongada. Parece sacado de una película de policías y ladrones, en su cinturón tiene colgado un anillo repleto de llaves.
Tímidamente y poco a poco, como cachorros que están en un lugar desconocido, los 31 detenidos que estamos en El Torito salimos de las celdas siete y ocho. En el claustro hay una mesa y ocho sillas.
“Aquí pueden agarrar agua para que se laven las manos o la cara si prefieren, aquí hay papel para quienes deseen ir al baño, nomás no se lo vayan a acabar porque es el único que tenemos. ¡Ah!, y aquí en la mesa hay un garrafón con agua para que se la curen”.
Algunos estiran los brazos y bostezan, otros van al baño para abonar al ambiente de olores fétidos y otros más se quedan dormidos, ya sea por la intensa cruda o todavía por la ebriedad o para no enfrentar esta insólita realidad.
El señor que estaba dormido en el suelo al llegar al Torito, sale de su celda y nos comenta a todos, aún en estado de ebriedad, “¿qué onda, dónde la seguimos o qué?”. Toma una silla y se queda dormido.
Se abre de nuevo la puerta principal y el custodio entra con una hoja en la mano: “¿Gerardo Vargas? ¿Dónde está Gerardo Vargas?”. Éste sale de la celda número siete con paso apresurado.
—Soy yo.
—Tienes visitas —le comenta el custodio y señala un pequeño cuarto que está a un costado del lavabo.
Es un sitio que también parece sacado de una película de carceleros y reos. Donde está el detenido las visitas son separadas por una malla de metal.
A algunos compañeros de celda sus familiares les llevan Gatorades y lunchs. Las bebidas hidratantes son una constante para aquellos que no pueden pagar los 10 mil o 15 mil pesos de fianza. La resignación se nota en los rostros.
Es más de medio día y aún no hay desayuno ni comida. Han pagado fianza 12 personas, hago un cálculo rápido en la cabeza; son alrededor de 120 mil pesos lo que llevan recaudado en este domingo.
Se abre la chapa de la puerta nuevamente. Entra el custodio con bolsas grandes llenas de recipientes de unicel. Los coloca sobre la mesa y pregunta: ¿Quién va a comer?
“Have a nice day”, se lee en la tapa del recipiente que me da. Lo abro y pienso: “¿esto es todo?”. Una pequeña pieza de pechuga de pollo en salsa que sabe a agua, una mínima ración de frijoles y puré de papa, es lo que contiene el lunch que será lo único que comeré en el día.
Me siento en la banca de concreto de la celda número cinco a degustar aquel pobre lunch. Es imposible no oler aquellos aromas fétidos mientras ingiero mi comida.
De repente, la chapa de la puerta que dirige hacia la libertad, es abierta de nueva cuenta. Sin embargo, las esperanzas de que nos dejen salir ya se han desvanecido en mí. Entra un señor. Cabello de casquete corto, un tatuaje en su brazo derecho y trae consigo un pizarrón y un maletín.
“Jóvenes, buenas tardes, soy Óscar Hernández, vengo de la agrupación Alcohólicos Anónimos, el motivo de mi visita es para darles una breve explicación de los daños y problemas que implica el alcoholismo. Hay varios tipos de alcoholismo. Alcoholismo tipo gamma, el alcoholismo tipo delta, el tipo epsilon…”.
Termino mi único y pobre lunch. Tomo una cobija de alguno de los compañeros, la cual despide olor a sucio como si tuviera semanas sin ser lavada, la coloco como almohada. Me recuesto ahí mismo, en la celda número cinco, mientras escucho la explicación de Óscar, quien se concentra en una anécdota personal de cómo el alcohol destrozó a su familia y su vida. Me quedo dormido.
El atardecer ha llegado. Entre dormitar y tratar de mantener la mente ocupada en pensamientos efímeros como ¿qué haré cuando salga? Se pasó el tiempo. El cielo oscurece, la luz del lugar se enciende. Mis compañeros de celda lucen aburridos y callados. La tristeza ronda en las paredes del claustro y el techo de lámina.
“Por favor les voy a pedir que vuelvan a sus celdas”, dice el custodio con cierto hartazgo.
—Oiga, ¿no nos pueden poner el futbol, o para qué son esas pantallas? —increpa uno de los detenidos mientras entra a la celda.
—Esas pantallas no son para eso, son para ponerles videos de concientización, de carros chocados y muertos, pero creo que no sirven. Además, ¿para qué quieren ver el fut? A mí ni me gusta, se me hace tonto ver a personas correr atrás de una pelota —contesta el custodio.
Pienso que un jugador de futbol opinaría que su trabajo también es absurdo mientras lo veo tomar una cubeta, un trapeador, recoger las sillas y abrir las celdas vacías para trapear el piso del Torito.
Escucho la puerta de la libertad abrirse, son las 10:30 del domingo. El custodio se para frente a mi celda [“mi celda”, extraño sentimiento de pertenencia] y menciona mi nombre. “Acompáñame”, lo sigo. Firmo papeles, me regresan mis pertenencias y quedo en libertad.
El aire que respiro al pararme sobre la avenida Tláloc me vuelve a la vida, volteo la mirada hacia el cielo oscuro, pequeñas gotas de lluvia caen sobre mi rostro. Prosigo el camino en busca de un taxi con el deseo de que quizá el mañana sí sea un buen día.