Más Información
Los sonidos de las bolas que chocan al interior del recinto revelan que al interior de la puerta café hay un billar. Una mampara despeja las dudas, anuncia el lugar que apenas es ocupado por un par de clientes que acuden al tradicional barrio de La Cruz.
José Bustamante, el dueño del lugar, está al fondo del salón. Detrás de su escritorio ofrece un refresco. Dice que nuevamente tiene refrigerador. Se descompuso y enfriaba las bebidas en un cubeta con hielo. Pero ofrece también té o café a los clientes.
Narra que son siempre los mismos clientes, hombres mayores o de mediana edad que buscan pasar un rato tranquilos, relajarse de las carreras de la vida diaria, o salir de casa por las tardes.
José explica que abre entre las 17:30 y las 18:00 horas. No le interesa abrir antes, pues no van muchos clientes al lugar más temprano. Acuden al terminar la jornada laboral, cuando tienen tiempo para pasar un par de horas.
El hombre indica que llega a limpiar el lugar, arreglar las mesas, acomodar las cosas y esperar a que lleguen los clientes.
No abre el billar por negocio —dice—, pues apenas sale para pagar las cuentas, “si vendo 10 refrescos al día son muchos”, dice. Lo hace más por costumbre, por convivir con los clientes.
Jubilado, dice no tener necesidades económicas, pero tampoco quiere dejar perecer el negocio, pues es punto de reunión de amigos y conocidos de toda la vida.
Dice que casi no acuden jóvenes a ese billar. Una razón es que no abre temprano, y la otra es que no vende bebidas alcohólicas, que muchas veces se convierte en un gancho para atraer a la clientela.
Incluso, algunos billares ofrecen espacios amplios, bien iluminados, y con toda una decoración que hace sentir a los clientes en un ambiente agradable, “de película”.
En el billar que atiende José lo que importa es pasar un buen rato con precios accesibles, pues la hora de carambola o pool apenas cuesta 40 pesos; la de dominó, 35.
En el lugar no pueden faltar las mesas de dominó. “Luego vienen los clientes, y juegan unas horas. A veces les digo que ya voy a cerrar, pero me piden un rato más y los dejo”, asevera José.
Un cliente que juega en una mesa termina su juego, pero no se va. Se queda unos minutos más en el lugar. Otro cliente llega y se instala en una mesa de carambola.
Juega con soltura, hace que se vea sencilla la práctica de este deporte de precisión, que requiere de conocimientos de geometría y física para medir las fuerzas y los ángulos de impacto.
Son casi las siete y media de la noche y el lugar está casi vacío. “Mire, así es por lo regular. Por eso no abro más temprano, para qué”, dice José, mientras se levanta y camina por el salón en penumbra, pues las luces sobre las mesas sólo se encienden cuando los clientes van a jugar.
En una de las paredes una pantalla sintoniza un canal donde hay un documental sobre vida salvaje, al que nadie presta atención.
Otro cliente, que observaba cómo jugaba uno de los presentes camina hacia las dos mesas de dominó. Toma asiento frente a una de ellas y hace la “sopa” con las fichas, aunque frente a él no hay nadie para jugar. El sonido de las fichas sobre la mesa y de las bolas chocando en una mesa de pool dan vida al lugar.
José agrega que no a todas las personas les gusta el billar, que en ocasiones se asocia con el bajo mundo o los negocios turbios. Es uno de los mitos que hay alrededor de este deporte, que se decía podía estar presente en los Juegos Olímpicos de Japón 2020, pero que al final quedó fuera.
Un hombre acomoda las bolas en una mesa. Toma un taco de la pared, pone tiza en la punta del mismo y se inclina sobre la mesa. A pesar de que dice que no sabe jugar, y que agarra mal el taco, realiza un buen tiro. Intenta otro más y vuelve a acomodar las bolas en un triángulo. Deja la mesa lista para los clientes que puedan llegar y que siempre son los mismos.
Se dirige a la mesa de pool, donde el hombre que juega solo lo invita a tirar con él. José accede y comienzan a jugar. Cada uno muestra en pocos minutos las habilidades adquiridas con los años de práctica, pues los tiros acertados se multiplican de uno y otro lado.
Mientras juegan intercambian algunos comentarios, platican de sus cosas, al tiempo que analizan los ángulos de tiro que usarán para su próximo turno.
Aquí, en este billar, no hay música estridente, ni risas que puedan distraer a los jugadores. Se viene a jugar, a estar con los amigos, a desestresarse, nada más. Es una especie de rincón donde los hombres (aunque no está negado el acceso a las mujeres) pueden estar en paz.
José sonríe al igual que el hombre con quien juega, mientras que el otro cliente espera sentado frente a la mesa de dominó a que llegue un compañero de juego.
Los billares clásicos dejan poco a poco su espacio a lugares nuevos, con conceptos diferentes, en los cuales quizá el billar sea lo de menos, a donde la decoración y la iluminación pueden o quieren sustituir el alma que tenían estos antiguos lugares, donde los amigos iban a contar sus penas y encontraban la comprensión de los compañeros, o al menos servían de sitios catárticos para los problemas del día a día.