Los cuerpos se mueven al ritmo de los tambores. De pronto, se escucha un grito: “Él es Dios”. Los más de 200 concheros y apaches responden con la misma frase. La columna avanza hacia el templo de La Cruz, a donde como cada año rinden tributo con sus danzas.
Según cuentan los mismos danzantes, está tradición data desde 1531, como un recuerdo a la batalla contra los españoles en el cerro de Sangremal.
Las calles del primer cuadro capitalino se llenan de personas que esperan el paso de los diferentes grupos de concheros y apaches que participan en esta tradición.
El primer reto para quienes quieren participar en el festejo es llegar a las calles de Corregidora, Juárez y 16 de Septiembre. Los cortes viales y calles cerradas hacen que el tránsito sea más lento por calzada de Los Arcos, así como en Ejército Republicano.
Mientras los grupos de concheros se reúnen en Los Arcos antes de la zona de El Tanque, en Zaragoza las personas se prepara. Sacan bancos a las calles, apartan lugares en las banquetas, aprovechan la cantidad de visitantes para vender aguas, refrescos, tacos y tortas.
El cielo nublado que prevaleció durante buena parte del día se despeja para dar paso al sol, cuyos rayos hacen que los cuerpos suden por el esfuerzo físico. Algunos buscan refrescarse. Compran una cerveza y la beben apresuradamente, antes de avanzar.
Como todos los años, se dan cita muchos turistas, quienes son atraídos por esta tradición ancestral.
Las calles de Juárez y Corregidora reciben a los grupos de danzantes. Son observados desde las banquetas por las personas que se dan cita para ver la procesión. Se sientan en la banqueta, en el piso, en donde sea es bueno para ver el paso de los apaches, que representan batallas machete en mano contra sus enemigos.
La sirena de una ambulancia suena. Los tripulantes piden a los concheros abrir el paso. Hacen caso y la ambulancia acelera. Luego pide el paso a los espectadores que están en Corregidora y 16 de Septiembre. Cuando las personas se hacen a un lado el conductor del vehículo de emergencia acelera en dirección a avenida Universidad.
En Corregidora, al paso de los danzantes, una “espontánea” se una a los grupos. Es una mujer de mediana edad, de piel blanca y alta. Por su aspecto, algunos de los presentes piensan que se trata de una extranjera que movida por el ritmo de los tambores y en un arranque de “éxtasis”, decidió quitarse los zapatos y bailar descalza.
Nadie le dice nada. Ningún conchero le pide que se retire. La aceptan con respeto mientras, a su modo, y de acuerdo a sus emociones, se mueve entre los diferentes grupos.
La tarde va cayendo y los contingentes siguen avanzando. La gente sigue llegando a las calles del centro. Caminan por Corregidora, Juárez, Madero. Saben que hay tiempo para llegar, que los grupos danzarán hasta tarde.
Alrededor de La Cruz, cuando los grupos llegan hasta el templo entran por la puerta principal y salen por un costado. Se acomodan en las calles alrededor del templo. Muchos se sientan en el suelo. La mayoría, para deleite de los visitantes que los rodean danzan unos minutos más. Lo hacen con gusto. Lucen sus tocados de plumas, su pintura en el rostro.
Otros más buscan algo para comer. La mayoría no ingieren nada antes de la procesión para sentirse ligeros. Prefieren realizar la comida tras danzar por varias horas.
Tacos, guajolotes, enchiladas, flautas, quesadillas, hay de todo en los puestos alrededor de La Cruz. También se puede optar por aguas de sabores o jarritos “preparados”, cuyo contenido frío cae bien a las y los danzantes.
Los contingentes siguen llegado al templo de La Cruz y la gente sigue viendo su paso. Pareciera que nadie se mueve de las calles, como hipnotizados por las plumas y el “tum, tum” de los tambores que se siente en el pecho. El cuerpo funciona como caja de resonancia y el ritmo se siente “dentro”, en el corazón.
Poco a poco la noche llega a la capital queretana. Los grupos de concheros se comienzan a retirar. Una joven “apache” de larga cabellera negra y ojos negros camina hacia el Panteón de los Queretanos Ilustres junto con sus compañeros. Algunos se descalzan. Caminan de manera más cómoda sin sus huaraches.
Sus rostros lucen cansados, arrastran los pies mientras beben agua. Sin embargo, tienen aún fuerza para sonreír, para hacerse una broma, para felicitarse por el deber cumplido con su fe y su devoción. Al final “Él es Dios”.