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Mirar: ver, divisar, percibir, descubrir, fijarse, advertir, notar, avizorar, echar un vistazo.
Todo eso significa el proyecto de Miradas sin Filtro. Una serie documental de televisión que nació hace un año y que pretende mostrar la realidad de las comunidades indígenas del estado de Querétaro, más allá del cliché, más allá de lo que nos dijeron que “tenían” que ser.
Esta mirada —que a partir de hoy tendrá un espacio semanal en EL UNIVERSAL Querétaro— no es la de los especialistas o expertos. Es la mirada de la gente desde su propia realidad, a su propia realidad. Cómo se perciben, cómo se viven, cómo se muestran y también cómo se defienden.
Cada historia contada es la mirada profunda y no, de un ser humano que se apropia o no, de la etiqueta “indígena”.
La serie es una coproducción de RTQ (Radio y Televisión Querétaro) y Aura Producciones, en un afán de mostrar que los contenidos para la televisión cultural deben presentar de manera comprometida la realidad de un público que también puede ser protagonista.
En Tancoyol, los mestizos se comen a los indios
Eso fue lo que me dijo doña Justina Eufrosina, una mujer de unos 57 años que me dio hospedaje durante cuatro días en su casa, en Las Nuevas Flores.
Para llegar a las Nuevas Flores hay que viajar a la Sierra Gorda queretana. La primera parada obligada es Jalpan de Serra. De ahí, hay que viajar hacia Tancoyol y luego, buscar la desviación a Las Nuevas Flores.
Tancoyol es una delegación de mestizos. Según los últimos censos ahí viven unos 500 habitantes. El nombre correcto de esta delegación es San Antonio Tancoyol y es refugio para la cuarta misión franciscana.
Adelante de la delegación hay una desviación hacia la comunidad. El camino es difícil y hasta tenebroso de noche. No hay iluminación, ni señalamientos. Solo un pequeño letrero rayado que dice “Las Nuevas Flores”.
La entrada al pueblo es oscura y polvosa. Hay árboles secos y perros que ladran a nuestro paso. La noche es clara, estrellada y sin luna. Justina fue la única que nos abrió las puertas de su casa y lo comprendo. ¿Quién le daría hospedaje a tres desconocidos con equipos sofisticados y que se atreven a llegar de noche y sin avisar…?
Justina lo hizo.
Las Nuevas Flores es una comunidad pobre. Pobre y sucia. Y así se describe Justina: “Yo soy muy cochina. Soy india y cochina”.
Nos acomodamos en un pequeño cuarto. No soy buena para las medidas, pero calculo que era un espacio de apenas unos tres por cuatro metros. Hace frío. El cuarto tiene rendijas por donde entra el viento. La lámina que sirve de techo está sólo sobrepuesta en las cuatro paredes. Se escucha una ligera lluvia afuera. Reviso los rincones de la habitación en busca de algún animal rastrero y no veo nada. Hace frío pero no hay bichos. Al menos esta noche no. San Judas Tadeo custodia nuestro sueño.
Los días que pasamos en Las Nuevas Flores, caminamos mucho. Pero sólo el andar, me permite conocer las historias de la gente que vive aquí. Justina y Celsa son hermanas. Las dos, con historias de pérdidas, de sufrimiento y resignación.
Acá la pobreza es pobreza. Acá, la gente busca sustento… busca cómo salir para mejorar su vida.
Hay historias de migrantes muertos o desaparecidos, también historias de migrantes que abandonan. Que se fueron y nunca regresaron.
La historia de la familia de Justina también es de migrantes:
“Todos somos nacidos de Las Flores —me cuenta Justina—. Mis abuelos vinieron de Santa María Acapulco, allá nacieron ellos. Pero se vinieron porque se casó mi abuelita y se vinieron para acá a vivir y acá nació mi mamá”.
Las Flores es una comunidad un poco más arriba del cerro que fue el primer lugar a donde migraron varias familias xi’oi que salieron de Santa María Acapulco, en San Luis Potosí. Los xi’oi o Pames son una comunidad indígena que de poco a poco se ha extinguido en la zona de Querétaro, aunque las comunidades más numerosas aún sobreviven en municipios potosinos como Tamasopo, Santa Catarina, Cárdenas, Rayón y Lagunillas.
En Las Nuevas Flores los perros ladran poco. Están hambrientos… igual que todos. Los gatos son flacos y lerdos. Casi no hay niños. Las mujeres son tristes… los hombres, machos y altaneros.
Justina se casó a los 20 años. Pero antes de casarse viajó a muchos lados. Trabajaba en casas. Trabajó en México por más de cuatro años y vivió en Estados Unidos cuando ya hablaba mejor el español.
—“Pero no me gustó. Por eso me regresé. No tenía amistades, no conocía gente”
A lo lejos, se escucha el ahogado ladrido de los perros. Justina mira al suelo como recordando. Y luego reacciona. Se acuerda de su infancia y del español que tanto trabajo le costó aprender:
“Antes nadie hablaba el español. No sabíamos hablar español. Le teníamos miedo a las personas. Nomás oía que hablaban español y me escondía. Yo les tenía miedo. Porque me acuerdo que mi tío me decía que las personas que hablaban español se comían a los indios… yo les tenía miedo.
“Yo estaba chiquilla. Me acuerdo que yo corría, me escondía cuando veía que alguien iba a la casa y los escuchaba que hablaban. Yo no les entendía nada y entonces me escondía. Pensaba que me iban a comer.
“Ya después me empecé a juntar con niñas que hablaban español. Ellas me buscaban y me empezaban a hablar. Yo no les entendía mucho pero ahí iba… Tenía como ocho años”.
En su casa solo hablaban xi’oi.
“Por eso yo me enojé cuando ya estaba grande y luego nacieron mis otros hermanos. Mi mamá ya les hablaba español y yo decía, pero cómo a ellos si les hablan español y a mí nunca me hablaron español. Yo les preguntaba si querían hacer con mis hermanos gente así, de esa que hablaba español… A mí me dejaron crecer hablando idioma.
“Yo me crié como muy tontilla. Nunca fui así… yo tenía miedo. Me crié con respeto a todos”.
Me cuesta trabajo seguir el ritmo de la conversación de Justina porque a veces habla como entre recuerdos, como flotando sin hilar tiempos.
Casi todos sus hermanos salieron de la comunidad. Los hermanos que aprendieron español, se fueron de ahí. Uno vive en Estados Unidos y de vez en cuando regresa; una hermana se casó en México pero ella nunca regresó. Saben que vive, pero nunca viene, me dice.
Justina se siente orgullosa de vivir en Las Nuevas Flores. Me presume todo lo que tienen en su comunidad: “Hay capulines, nopales, chochas, chibeles, cosas que comer del campo”. Yo le pregunto que son las chochas o los chibeles y sus ojos se iluminan y empieza a explicarme:
“Chochas, son unas flores grandotas, crece la mata con hartas espinas. Hay un lugar con unas matotas así, con unas floresotas. Se hierve el agua, se cocen, se guisan con comino, ajo, cebolla y tomate.
Los chibeles. Son unas matas como… —y como si no estuviéramos presentes, se dice así misma ¿cómo jodidos se llama…?, recupera la memoria y exclama—: maguey!. Es la parte de arriba del quiote. Nosotros lo cortamos y le quitamos la bolita y se guisa igual que las chochas.
“Las colmenas crían gusanitos, mientras no tengan alas se exprime la penca y los gusanitos se hacen como agüita. Esa agüita se pone a hervir y se hace un atole. Sabe muy sabroso”.
Justina tiene un horno hecho con tierra blanca. Me enseña a hacer gorditas. La masa es muy simple… de maíz con manteca, suero de leche, requesón, levadura.
Antes de comenzar a hornear, no se sentía del todo segura y mandó traer a su mamá, Doña Petra. Una mujer fuerte y muy entusiasta, al menos mucho más que Justina. Tiene 83 años y habla xi’oi. A ella no le da vergüenza decirse india. Se presume de Santa María Acapulco y me enseña algunas palabras. Me dejaron ayudarles a amasar. Aprendí a hacer las tortas de masa para hornear.
A Justina le divierte.
Me conmueve mucho. Cuando habla, siempre hay un sonido doméstico que la acompaña… habla y se escucha cómo chocan sus manos haciendo tortillas.
Habla y se escucha cómo corre el agua cuando lava los trastes…
Habla y se escucha cómo cruje la leña mientras cocina…
Justina Eufrosina… siempre sola. Callada cuando está sola…
Y cuando la visitan o llegan los hombres del jornal, ella siempre en la cocina. Siempre oliendo a leña.
Pareciera que ella siempre es leña… a veces ceniza… a veces encendida, a veces, llama completa.
Estoy sentada afuera de la cocina y hace viento. Un viento que arranca el calor de la tierra. Levanta todo. Dice Justina que con este viento nada se queda en su lugar. Ni las hojas de los árboles, ni la basura, ni el polvo, ni el calor…
Me hace un collar de bolas de palma. Le pedí un corazón y me dice con un tono de nostalgia:
—“Qué rápido pasa el tiempo… ustedes ya se van y seguro que no van a regresar…”
Y yo pienso… Estos “indios”… tan acostumbrados al desprecio… Tan acostumbrados al abandono… tan desprendidos… tan generosos.
Justina es todo un personaje. Como su madre.
Justina sufre. Su madre ya no.
Justina presume su habilidad en la cocina… su madre ya no.
A Justina le gusta atender a sus hombres. Aunque no sé si lo hace convencida o porque el miedo la convenció.
Fortino su marido, es un hombre duro. Difícil de trato… ladino. Violento aunque no enfrenta. Es como los hombres de por aquí… altanero y macho. Pero los voy a extrañar.
La pobreza enseña. La carencia alecciona. Eso pienso mientras el viento se lleva todo. Justina me toma del hombro y me pregunta: “¿qué hace… está bien? Creo que pudo sentir mi tristeza.
Y con su mano alivió la anticipada ausencia.
bft