En muchas comunidades, aún se acostumbra raspar la mazorca contra una piedra para quitarle los granos. Así me encontré a Lorenza. Medio sentada, medio hincada sobre un pequeño petate, golpeando una mazorca contra una gran piedra. Un saco tendido que le sirve como contenedor y un gato, al que llaman Concha, que eternamente la sigue. Sin esperarnos, ya nos aguardaba. Lorenza tiene 90 años recién cumplidos.
Vive en San Miguel Tlaxcaltepec. Una comunidad que pertenece a una de las zonas indígenas de Amealco de Bonfil, con apenas 437 habitantes. Todos ellos tienen origen indígena, aunque ya muy pocos hablan otomí. En San Miguel Tlaxcaltepec el maíz ha sido desde mucho tiempo atrás la forma más arraigada de intercambio. El maíz, las tortillas, le dan origen y sentido al nombre de la comunidad, “lugar de tortillas”.
Lorenza ha pasado toda su vida en esta casa. Ha sido su hogar desde que nació. De hecho me cuenta que aquí nació. En una casa de adobes, inexistente ya. Era la casa de su abuelita. Su papá murió cuando ella era muy bebé y cuenta con lágrimas en los ojos que sufrió mucho… creció huérfana… huérfana y abandonada.
Dice que cuando era niña, un día dejó de ver a su mamá… la había abandonado con sus abuelos: “Cuando desperté mi mamá ya no estaba, y luego vi que se casó y tuvo más hijos… tuvo otra familia”.
En las comunidades indígenas es muy común encontrarte con historias de abandono y orfandad. Es muy común que los abuelos se hagan cargo de los niños cuando uno de los padres falta. Lorenza es una de esas historias. Su padre murió cuando ella era una recién nacida. Tenía otras dos hermanas, y supongo que su madre no tuvo más opciones que buscarse un nuevo marido para sostenerse. Sin embargo, la abuelita de Lorenza se hizo cargo de las tres.
Tenchita, como le dicen sus bisnietos agarra la mazorca con su mano arrugadita, y comienza a tallar sobre una piedra. Se limpia las lágrimas y continúa desgranando… Los granos se desprenden de la mazorca y caen en el costal abierto.
Lorenza vive con una de sus hijas, Martha. Solamente se le lograron dos. Martha nos da hospedaje y nos explica la vida en San Miguel. Casi todos viven del maíz. Una muy buena parte de la comunidad hace tortillas de maíz güero, de maíz morado, de maíz criollo. Nada de maíz mejorado, me dice, ese ni las gallinas se lo comen.
Cada uno tiene su tarea: Lorenza desgrana la mazorca, Martha lo limpia, le quita el tamo, pone el nixtamal, y muy temprano prepara la masa. José Luis, el esposo de Martha, se encarga de llevar todo al pequeño puesto que tienen frente al kiosko del pueblo. Prende las estufas, carga la olla con la masa y deja todo caliente y listo para cuando lleguen las mujeres a echar las tortillas. Así todos los días.
Sin dejar de desgranar, Lorenza sigue contándome su vida, a veces como si reflexionara para ella misma, a veces consciente de que quiere que alguien la escuche, y yo estoy ahí:
“Es cansada [su vida] porque me quedé viuda de treinta años y me puse a trabajar. Me fui de sirvienta a México… Esa muchacha tenía tres meses cuando se murió su papá [se refiere a Martha]. Tuve cinco hijos, pero se murieron tres”.
Dice que cuando era niña tenía que pastorear las borregas del vecino que le daba dos tortillas para comer. Ese era su día, pastorear por dos tortillas al día. Llegó a los 18 y se casó. Tuvo un primer bebé, y dice que murió cuando ya daba sus primeros pasos. Volvieron a intentarlo y llegó otro niño. Pasaron los años y murió de tosferina. De nueva cuenta quedó embarazada y el tercer bebé se cayó. Dice que lloraba mucho y finalmente, un día murió.
Lorenza y su marido, no dejaron de intentarlo y tuvo otras dos niñas. Una de ellas es Martha.
“Me casé a los 18, me casé bien. No me salí. Mi abuelita me dio. Mi finado se fue a México, y a los quince día llegó razón de que estaba tendido… mi esposo… No sé de qué murió… no sé, que lo mató gente dijeron…”
Y de nueva cuenta Lorenza se sumerge en sus propios pensamientos. Tiene unos lentes rotos. Se los amarra con unas telitas para que no se le caigan. Sus párpados cargan tanta edad que los ojos ya se le han hecho chiquitos. Se los limpia por debajo de los lentes y vuelve al trabajo de desgranar.
Como todos los indígenas que hablan español, Lorenza ha inventado sus conjugaciones, sus verbos y sustantivos. La historia de su vida no tiene ni presente ni pasado gramatical.
“Yo me crié completamente huérfana. Cuando me crecé cuidaba la borrega al vecino para ganarme una tortilla… Yo me crecé así, y bendito sea dios, aquí estoy. Ni leer sabe… Nomás cuidamos borregas para ganarnos una tortilla. Sin zapato, sin sombrero… Mi abuelita como sabía tejer, me hicieron un chal y así… Yo así me crecé… Nomás tuve dos hermanas. Todos semos mujeres. Puras mujeres. Creció con mi abuelita. Ni mi abuelo conocí…”
Doña Lorenza apenas oye. Ya perdió todos los dientes, aunque me presume una perla nueva que tiene en la encía baja. Detiene un momento su actividad y me sonríe orgullosa: “mire, una perlita nueva, ahí está chiquita pero ya viene…!”.
Se da cuenta que estoy sentada ahí con ella y me pide que deje de hacerlo. Que me siente en una silla, en un banco, pero le digo que estoy bien —así estoy bien Lorenza, enséñeme a desgranar y sígame contando…— Y me pone la piedra. “Dele duro”, me dice…
“Cuando me quede de viuda, día y noche lloraba… cargaba a mi niña… tenía tres meses [se refiere a Martha], la otra niña tenía 8 años, parece… Día y noche lloraba, ni sueño tenía, ni hambre tenía…”
Lorenza descubrió las peregrinaciones rumbo a Atotonilco, en Dolores Hidalgo.
“Yo me fui a Atotonilco… voy a confesar lo que tengo… me fui, y en cuanto llegué entré a capilla… le hablé a Virgen, quiero dejar todo lo que tengo, lo triste que tengo aquí lo voy a dejar. Y como si fuera que me hable, le hablé a la Virgen así… Cuando me confesaron ora me dijo el padre, yo quiero que vas a cumplir lo que dijiste… ora sí aquí se va a quedar todo”.
Cada año en Atotonilco depositaba su sufrimiento y todas sus pérdidas. Todas sus soledades. Su soledad de hija. Su soledad de madre. Su soledad de esposa…
Se quedó viuda y enamorada. Lloraba todas las noches. No comía. No dormía. Sólo lloraba. Ese padre en Atotonilco le dijo “deja todo tu dolor aquí. Vuelve a tu pueblo sin miedos, sin dolor”. Orgullosa dice que así fue.
“Regresé y construí mi cuartito. Dejé todo allá… como lo prometí. Cuando dijo el padre ‘¿te dejaron tu casa? … no quiero que te arrimes a ningún vecino. Nada te va a pasar. Yo te voy a recomendar de aquí y de allá’. Bendito sea dios y así fue. Construí mi casa. Mi familia era chiquita. Volví a dormir. Empecé a hacer mandado por ahí. Trabajé la media con mis tierras del ejido. Me fui de sirvienta a México. Parece que ya sabía la gente… Trabajé en una fábrica. Le dábamos de comer a la gente. Hallé gente, buena gente. Tenía yo siembra aquí en mi casa… y para este tiempo ya estaba cosechado. No estaba cara la yunta, sembrábamos sorgo. Me dieron media borrega… Bendito sea dios, no olvido lo que pasé. Y hasta me siento de llorar por todo lo que pasé… Todavía estoy fuerte y todavía voy misa”.
Lorenza está cansada. Ya se quiere morir. Dice que sin padre, sin madre, sin marido, ya no entiende por qué está aquí. Empieza a llorar y me dice como si fuera una chiquilla que perdió su juguete más querido, que ya se quiere morir pero que Dios no le concede la muerte. Dice que ya está lista. Que ya se siente cansada. Se dice lista y segura.
Se quiere morir. Y yo me pregunto cómo será quererse morir y no poder.
Recuerda sus dolores pasados y vuelve a llorar. “Trabajé mucho, es lo que siento. La leña… Tenía que ir hasta el cerro. La cosecha, trabajar y así… Luego cuando crecieron las muchachas una se fue a trabajar. Yo trabajé mis tierras, porque tengo tierras del ejido, y a sembrar, cosechar, regar, cejar zacate… y así. Por eso ora siento que es cansada lo que tengo… no me duele nada, no tengo hambre… Dos tortillas y con eso…
Cada año se iba de peregrina a Atotonilco, pero un día la celadora le dijo que ya no la podía llevar. Que ya era muy grande. Añora sus encuentros con la Virgen, y a los padres que de turnos, confiesan a los fieles.
Doña Lorenza tiene una voz dulce, suave, cansada pero firme. Sus manos ya muy arrugaditas aunque fuertes. Sus piernas ya no le responden pero aún la sostienen.
Casi no duerme. Le cuesta trabajo conciliar el sueño… pero siempre sonríe. Siempre nos sonríe… sus encías son rojas y pelonas. Tiene apenas dos dientes y una perlita que dice que viene en camino. Se peina su largo cabello en trenza con listones de colores, y se pone sus trapos para el frío.
“Me enfermé. Me dio una cosa muy fea. No comía. Me dijo el doctor, verdad que no comía… se me infló una tripa chiquito… Yo pensé que ya me moría… soltaba el vómito. Tiraba pura agua. Luego los doctores me dan pastillas calmantes. Otro día resultó que estábamos nomas mis nietos y yo… eran chiquitos… cuando resultó que ya no pude. Llegó mi prima y me encontró tirada así…”
Pero no se murió. Dice que no le duele nada: “¿Así de que me voy a morir?”, me dice muy agobiada. Si no le duele nada, pues de nada puede morir, reflexiona, y como si fuera un descubrimiento que le da esperanza, me dice: “de cansada… estoy mala de cansancio, de eso me voy a morir”.
Doña Lorenza es sola… La soledad la acompaña aún a sus 90 años. Creció entre abandonos y pérdidas. Antes de morir, quiere ir de nueva cuenta a Atotonilco. Y yo me resisto a hacer promesas que no pueda cumplir.
bft