Es difícil no comparar un filme previo con su nueva versión. Si el original es popular, siempre pierde la segunda. La política actual de los estudios Disney consiste en revisar la etapa que denominó “Renacimiento”, con la que produjo entre los años 1985-1997 historias de diverso calibre: Tarzán, Mulán, El jorobado de nuestra señora de París, Hércules, Pocahontas, El Rey León, La Bella y la Bestia, La Sirenita y Aladdín. Y hacer algunos de estos clásicos animados con actores de carne y hueso.
De dispareja calidad, esta propuesta incluye títulos como El cascanueces, La Bella y la Bestia, El libro de la selva, Cenicienta y Alicia en el país de las maravillas. En apariencia es una apuesta segura en la que todos ganan: el espectador que atesore estos filmes y/o desee revivir/compartir su infancia, y el estudio que no invierte en algo arriesgado sino conocido y seguro.
Este año se suma a la lista Dumbo, El Rey León, y Aladdín (2019), décima película del ya nada inspirado director Guy Ritchie, basada en la notable versión de 1992 de John Musker y Ron Clemens.
Es inevitable comparar los Aladdín al compartir ambos la misma anécdota: el buena onda pillo callejero Aladino (Mena Massoud) conoce a la princesa Jasmín (Naomi Scott) de increíble belleza. No pudiendo acercársele aunque de ella perdidamente se enamora, el perverso Jafar (Marwan Kenzari) le dice que lo logrará si roba una lámpara maravillosa, la que realizaría cualquier sueño una vez liberado el Genio (Will Smith, en plan de ser El Príncipe del rap).
El resultado parece calcado y no inspirado en el filme animado. Incluye, eso sí, la mejor virtud de los estudios Disney: grandes valores de producción que vuelven real esa ciudad y aventuras con derroche de lujo en escenografías que son un caramelo visual para entretener a toda la familia. Por supuesto, se agrega la música de Alan Menken del original, volviéndola un poco más azucarada, si tal cosa es posible. La producción por sí misma no es toda la cinta. Ritchie le imprime su personalidad con la falta de sustancia de sus recientes El agente de CIPOL y El rey Arturo, la leyenda de la espada. Desde Insólito destino (2002), fallido vehículo estelar para su entonces esposa Madonna, se plagia a sí mismo: replica el estilo de Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch: cerdos y diamantes. O sea, hace filmes en los que las situaciones importan más que los personajes. El tema es que para Aladdín era al revés: importaba más cada personaje que las situaciones.
La tensión entre virtudes y defectos en la deficiente creatividad de Ritchie (interesado en dirigir esta cinta para sus hijos pequeños, y porque Aladino, dijo, es como los protagonistas de otras películas suyas: un transa buscando mejor vida), ni siquiera lo acerca a los asombrosos viejos títulos de idéntico tema, Las mil y una noches (1945) o El ladrón de Bagdad (1940), hechos sin tanto presupuesto pero dedicados a mantener al espectador divertido. Ni menos aún al tierno filme pionero, Aladino y la lámpara maravillosa (1917, producción de William Fox actuada por niños). Ni de broma tampoco a la modesta versión por completo inventiva que en Sri Lanka hiciera hace un año Sumith Kumara con los dólares que traía en el bolsillo. Que incluye canciones y ¡genio azul!
El Aladdín de Ritchie, si bien es más o menos fiel a la idea original, carece de alma: interesa pero no emociona; se ve bien pero parece algo ya presentado; es un espectáculo rutinario. Disney ahora sí metió la pata.