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El filme dieciocho, Dumbo (2019), del siempre inclasificable Tim Burton, desempolva el relato original, Dumbo, el elefante volador (1939) de Helen Aberson y Harold Pearl, llevado a la pantalla para el clásico animado homónimo de 1941, producido por Walt Disney, cuya política era comprar importantes relatos infantiles y adaptarlos a su estilo visual.
En esta primera versión (acreditada a seis directores y ocho guionistas), el relato sufrió modificaciones sustanciales. Ahora, los estudios Disney lo siguen con toda fidelidad para su actual era llamada “Renacimiento”, dedicada a rehacer populares cintas animadas con personajes de carne y hueso. Así, Dumbo recobra la condición de elefante singularísimo en circo venido a menos.
Ambientada después de la Primera Guerra Mundial, Dumbo cuenta la vida del ex-cirquero con estrés post-traumático Holt (Colin Farrell), obligado a sobrevivir para mantener a sus hijos Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins). Contratado por Max Medici (Danny de Vito), cuida al elefantito objeto de burlas por sus enormes orejas. Al convivir los niños con Dumbo descubren cómo vuela. Esto le da nueva vida al circo despertando la codicia de Vandevere (Michael Keaton) y Colette (Eva Green). El tema, pues, es más diverso al del filme animado. El inspirado guión de Ehren Kruger mantiene puntos en común con el original de 1941, pero amplía varios temas: la preservación de la inocencia, las secuelas inevitables de toda separación familiar, la explotación del débil, el miedo y la amistad en una fantasía llena de delirio y dolor.
El director da vida a Dumbo con animación realista en ambiente deliberadamente artificial. El resultado brilla por esa magia propia del asombro infantil, que Burton recupera gracias a una pizca de genialidad: combina calidad narrativa y punto de vista ético y estético, próximos a Disney y su tradicional concepto de entretenimiento.
Dicen que al mejor cazador se le va la liebre. Esto le sucede a Asghar Farhadi, dos veces ganador del Óscar para cinta extranjera (por Una separación y El cliente; nominado también como mejor guionista por la primera), logro definitivo para el cine iraní. Un director tocado por el genio, pues. Para su segundo filme fuera de Irán y octavo de su carrera, Todos lo saben (2018) entrega un poco convincente misterio ambientado en España.
Trata cómo Laura (Penélope Cruz) regresa de Buenos Aires a su pueblo natal para la boda de Ana (Inma Cuesta), acompañada de sus dos hijos. Pero la hija, Irene (Carla Campra), desaparece. Paco (Javier Bardem) ayuda a buscarla mientras de Argentina llega Alejandro (Ricardo Darín), el padre.
Farhadi, destacado director sobre relaciones de pareja casi siempre en circunstancias extremas, no hace un planteamiento diferente en este filme. Aunque se siente irreal recurriendo al manoseado estilo “¿quién lo hizo?” Idea poco fresca tomada de algún mal boceto de la novelista Agatha Christie.
Construyendo un anti-suspenso, con fotografía medio empalagosa, responsabilidad de José Luis Alcaine, a Farhadi se le va la mano en este melodrama familiar de giros “sorprendentes”, iguales a lugares comunes de policial televisivo; a olvidado episodio de Sin rastro (2002-2009), o a improvisados clichés de Kojak (1973-1978) siguiendo pistas y desvelando secretitos. Farhadi empezó regular y acabó mal esta película; renunció a hacer una como las suyas (directa, intensa, genial). Qué pena..