A mí me saludó Ron Howard, el cineasta. Luego se lavó con gel desinfectante. Y con jabón. Y con gel desinfectante de nuevo. Y, por si las cochinas dudas, con jabón otra vez.

Después de eso entendí que tenía que se sentarme a metro y medio de distancia. Esa era la diferencia entre la vida y la muerte. Por lo menos eso creyó Howard aquel 3 de mayo de 2009 en que recibió en Roma, Italia, a periodistas de varios países para promover Ángeles y demonios.

La distancia de 150 centímetros fue lo que recomendó la Organización Mundial de la Salud para evitar el contagio de la influenza que estigmatizó a los mexicanos en el extranjero durante aquel año.

La amenaza de una pandemia mundial provocada por mexicanos (fue en nuestro país en donde se resgistró el primer caso de influenza el 17 de marzo de 2009) generó escenas peculiares en Roma durante aquella premier del filme protagonizado por Tom Hanks.

Porque la obsesión de Howard de desinfectarse las manos no era paranoia sino exigencia sanitaria ya que la OMS calificó el contagio como nivel cinco, lo que generó un pánico general.

Por ejemplo, en el aeropuerto del Distrito Federal (la ciudad aún no cambiaba de nombre) los pasajeros tenían que responder si tenían fiebre de 39 grados, si sentían músculos flácidos o si les escurría moco abundante.

En el caso de Ron Howard lo curioso es que era auxiliado por tres guaruras para lavarse las manos: uno apretaba la botella del gel, otro le secaba las manos y el tercero... el tercero sólo miraba.

Tom Hanks se mostró más valiente. Saludó a todos de mano y en vez de desinfectarse con gel y jabón, bromeaba: “¿Y dónde está tu tapabocas? Creí que así reconocería a todos los mexicanos”.

Porque además de tomar distancia, en aquellos días se usaron tantos tapabocas que en vez costar 50 centavos llegaron a cinco pesos.

“Si sobrevivimos a la bomba atómica, sobreviviremos a la influenza”, dijo Hanks antes de darme la mano para despedirse con un: “Si me da fiebre, tendré vacaciones”.

El gesto del actor resultó especialme relevante porque en México, aquella distancia de metro y medio se convirtió en una obsesión que provocó el cierre casi total del entretenimiento en abril y mayo.

Sentarse juntos en un cine o un teatro quedó prohibido. Con ello se canceló cualquier posibilidad de hacer rentables las funciones porque no hubo novio que aceptara ir a una obra para sentarse lejos de la novia y, lo peor, sin posibilidad de abrazarla en las escenas de miedo.

Los productores teatrales más importantes de México hicieron un ejercicio. En la butaquería del Teatro de los Insurgentes se sentaron a 150 centímetros de distancia y mostraron que eso significaba dejar hasta tres butacas vacías en cada lado. “Mejor cerramos los teatros”, amenazaron Silvia Pina, Morris Gilbert, Federico González Compeán, Guilermo Wichers, entre otros, aquel 5 de mayo de 2009.

Tuvieron que cumplir su amenaza. Durante tres semanas los foros apagaron sus marquesinas.

Todavía en octubre, el Festival Cervantino vivió algunas secuelas ya que muchas de sus obras tuvieron teatros semivacíos. En el Teatro Cervantes, por ejemplo, el director Gervais Gaudrealt se puso a acomodar en las butacas a un público que aún tenía miedo de estar cerca.

Gauderealt, así como Tom Hanks meses atrás, no entendía la paranoia que se había generado: “Está bien sentarse juntos”, repetía a la gente. Al final, para la buena suerte del espectáculo mexicano y del mundo, el actor hollywoodense, el director canadiense y los productores tuvieron razón: con gel o sin gel, sobrevivimos a la influenza.

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