La maldición de La Llorona (2019), primer filme de Michael Chaves, pone al día esa leyenda, traspasándola al territorio del conocido Universo del Conjuro (UdC), cintas de miedo producidas y/o realizadas por el ambicioso James Wan.

Con variaciones, esta narración popularizada por, entre otros, don Artemio de Valle-Arizpe en “Historia, tradiciones y leyendas de calles de México” (1943), la hizo el cine nacional con desigual fortuna como La Llorona (1933, Ramón Peón), La Llorona (1960, René Cardona) y La maldición de la Llorona (1963, Rafael Baledón).

La mitología fílmica UdC pretende darle un giro novedoso a temáticas urbanas o de culto más o menos identificables. Como en este caso: la Medea americana, quien mató a sus hijos en la época colonial (hay antecedentes prehispánicos: la Chocacíhuatl, quien predijo la caída de Tenochtitlán al grito de “¡ay mis hijos!”).

Tras el prólogo en el siglo XVII, el filme detalla por qué La Llorona resucita en los 1970, cuando la trabajadora social Anna (Linda Cardellini), madre de Chris (Roman Christou) y Samantha (Jaynee-Lynne Kinchen), sospecha que Patricia (Patricia Velázquez) maltrata a sus propios hijos. En realidad los está protegiendo del escalofriante fantasma en que se ha convertido La Llorona (Marisol Ramírez).

Como la maldición pasa de Patricia a Anna, ésta busca ayuda del poco ortodoxo padre Rafael (Raymond Cruz) y del padre Pérez (Tony Amendola), quien tuvo papel clave en Anabel (2014, John R. Leonetti), del UdC. Chaves mantiene un constante sobresalto para las situaciones de terror, cómo La Llorona acechando a sus víctimas infantiles.

Entre sus virtudes está que habilidoso filma las escenas con los niños; crea ámbitos realistas donde se materializa lo sobrenatural; representa el drama del peor miedo materno. Esta Llorona funciona como cinta de suspenso, precisa y sin adornos. Su atmosférico argumento es ejecutado con agilidad. Sin embargo, al final parece un filme menor. Porque al igual que los producidos en México prometió más. O sea, el resultado irregular se debe a situaciones convencionales y situaciones brillantes.

El complot mongol (2019). Tercer largometraje de Sebastián del Amo unánimemente declarado (por sus publicistas) “el mejor de todos los tiempos” (apenas sería de las últimas dos semanas), recurre al aparatoso estilo visual marca de fábrica de sus “biografías” previas sobre Cantinflas y Juan Orol: un exceso de luces y colores; una empalagosa adaptación cubierta de merengue.

La clásica novela policial homónima de Rafael Bernal, publicada en 1969, tuvo una malísima versión dirigida por Antonio Eceiza en 1978.

Ahora anunciada como “pinche intriga internacional”, qué honestidad, exige la complicidad del espectador para resultar pasable.

Lo policiaco acaba en TV-comedia de personajes haciendo caricaturescos acentos de otras nacionalidades (ruso, inglés, chino).

Trata de cómo Filiberto García (Damián Alcázar, en plan de ser el Tin Tán posmoderno de la decadencia), impediría una catástrofe política típica de la Guerra Fría. Claro, si controla sus impulsos eróticos hacia la china Martita (Bárbara Mori, maquillada en abundancia para fingirla una tropical Maggie Cheung de Deseando amar [2000, Won Kar-Wai], aunque sea casi la Ana Martín de El pecado de Oyuki). El resultado, cierto, de carcajada, es disparejo e inferior a la notable interpretación para novela gráfica hecha en 2017 por el escritor Luis Humberto Crosthwaite y el artista gráfico Ricardo Peláez. Ni modo. Ya será para la próxima.

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