Una historia real, apasionante, “de película”: el asesino doctor William Chester Minor se entregó a la policía dando raras explicaciones. Fue internado en un manicomio. Ahí vivió entre 1872 y 1910. Esto no es novedoso. Pero el Dr. James Murray, encargado de hacer el Diccionario Oxford, se interesó en él. Porque Minor, diagnosticado como esquizofrénico, por años le aportó más de 10 mil palabras. Murray trabajó en el diccionario, sin concluirlo, por 36 años, desde 1879 hasta su muerte en 1915. Esta historia inspiró el libro El cirujano de Crow- thorne / El profesor y el demente de Simon Winchester, base del filme Entre la razón y la locura (2019), debut en la dirección de largometrajes de Farhad Safinia, guionista de Apocalypto (2006, Mel Gibson). Sólo que por problemas legales el crédito se adjudica a un tal PB Shemran.
A consecuencia de esto, la novelesca vida de Minor (Sean Penn, verosímil como intelectual enfermo) y su amistad con Murray (el productor Gibson, desconcertado o lamentando perder la brújula de su proyecto mascota acariciado durante decenios), se quedó a medio camino intentando hacer interesante cómo lidiaron ambos con su obsesión por el lenguaje. Compilar semejante diccionario apuntaba a ciertas intensidades y sutilezas dramáticas. Nada más que la problemática legal dio al traste con la producción. A esto debe sumarse la inexperiencia del director. El resultado es mediocre, aunque en el desastre hay atisbos; las ruinas, pues, de la gran cinta que pudo haber sido.
Algo similar sucede con la adaptación de las memorias de Garrard Conley. Muchacho eliminado, tituladas para el segundo largometraje del actor-guionista-director Joel Edgerton, Corazón borrado (2018), donde se presenta la vida de Jared (Lucas Hedges, sensible; ligeramente un poco mayor para el papel), condenado por su religioso y dogmático padre Marshall (Russell Crowe, muy incómodo), a padecer una terapia de reconversión para “curarle” la homosexualidad. Jared sufre las de Caín a manos del brutal “terapeuta” Víctor (el director Edgerton pasándosela en grande como torturador emocional). Su única aliada es Nancy (Nicole Kidman, con apagada empatía), su mamá.
El planteamiento, una crítica a esa terapia inhumana, no es profundo ni certero. Porque intenta copiar un efectismo idéntico al del llamado cine de “explotación”, subversivo y popular durante los 1930, que abordaba temas difíciles y censurados para exaltarlos (aborto, drogadicción, homosexualidad, prostitución), dando al último minuto un castigo ejemplar. Quedaba en la mente del espectador que lo presentado era divertido, necesario o natural, ajeno a su moraleja. Aquí sucede lo contrario: Edgerton interpreta al villano divirtiéndose mucho, con el exceso melodramático de su estilo, mostrando esta farsa de terapia como horrible, sí. Pero válida. No para todos, por supuesto. El melodrama tremendo es una vertiente actual del cine estadounidense. En películas del tipo Beautiful boy: siempre serás mi hijo (2018) y Regresa a mí (2018), ambas sobre la adicción, no se explican las razones de tan terrible situación. Nomás se sublima el martirio, visto con devastadora emoción chantajista, para provocarle al público lágrimas fáciles. Lo que hace Edgerton.
Después de Luz de luna (2016), Llámame por tu nombre (2017) o Yo soy Simón (2018), obras sobre aceptación y respeto hacia la homosexualidad, el convencional dramón de Corazón borrado es vil panfleto en vez de conmovedora denuncia. Una peliculita bien chafa, de segunda.