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Cuando sales de tu país sientes temor, pero cuando llegas a México y ves lo que pasa no es terror, es pánico, y prefieres regresar, pero mejor sigues a lo que pase”, afirma Alfredo Gómez Merlo, de 32 años de edad, quien ya tiene 15 años en México, de donde salió por necesidad económica rumbo a Estados Unidos, sin pensar que en Tequisquiapan encontraría a la mujer de su vida y una nueva existencia.
En el patio de la vivienda de Alfredo hay dos camionetas. Una es de la Estancia del Migrante González y Martínez A C, y la otra es particular. Es una camioneta que al menos tiene 20 años y a la cual Alfredo lija la carrocería para pintarla, oficio que está aprendiendo. El patio es amplio. A un costado se levantan unas habitaciones, mientras que al fondo otras construcciones que el mismo Gómez Merlo edificó son el hogar de la familia Gómez Martínez, conformada por Rosa María Martínez Ugalde y los dos hijos de la pareja, Mani y Saúl.
“Tengo a Mani Pacquiao y Saúl Canelo Álvarez”, bromea Alfredo sobre los nombres de sus hijos, de ocho y cuatro años de edad respectivamente y que regresan de la mano de su madre de la escuela. El mayor cursa la primaria, mientras que el menor está en preescolar.
Rosa María es hija de Martín Martínez, fundador de la Estancia del Migrante y cuenta que conoció a Alfredo hace 15 años, cuando él llegó a México proveniente de Honduras.
Su contacto con su actual marido se dio a través de esa organización. “La Estancia tenía un año de que se inició, antes era en San Nicolás. Cuando podía iba y él llegó ahí. Con el tiempo nos conocimos, la vida, la suerte, el destino. Le decía a mi Dios: si me voy a casar que sea con alguien que no sea de mi pueblo, o de mi colonia. Y me escuchó”, dice entre risas.
Afirma que nunca imaginó casarse con alguien como Alfredo, que fuera migrante y con su historia. Relata que conoce Honduras, en donde vivieron un año y país al que califica de “precioso”.
“Es un país muy bonito, pero con mucha pobreza. Con más inseguridad que aquí, sí. Demasiada inseguridad, a nosotros nos asaltaron en la capital (Tegucigalpa). Veníamos ya para México y dos niños, de entre 13 y 15 años, nos apuntaron. Eso hace tanto tiempo, me imagino que ahora debe estar peor”, narra.
Señala que cuando sus padres supieron de su relación fue un tanto complicado, pues no lo veían como a un migrante, sino como a un hijo más de la familia, pero siempre han aceptado las decisiones que ella toma. Explica que su boda fue en Honduras, lo que también fue difícil para sus progenitores, pero al final estuvieron muy contentos, porque Rosa María estaba embarazada de su primer hijo, quien además de ser varón causó gran alegría a don Martín.
Rosa María también apoya a su padre en su labor humanitaria, naturalmente luego de la escuela de los niños, pues cada día son más los migrantes que pasan por Tequisquiapan. Apunta que el año pasado y éste, el flujo de migrantes en meses de frío va en aumento, cuando tiempo atrás no era así.
Cualquier trabajo es bueno
Alfredo explica que cuando llegó a Tequisquiapan trabajaba en lo que fuera, principalmente en la construcción, aunque llegar hasta el centro del país no fue sencillo y el camino estuvo lleno de peligros.
“Cuando pasas todo Honduras y entras a Guatemala sientes un poco de temor. Cuando llegas a México y ves lo que pasa, ves muchas cosas, no es un terror, es un pánico lo que sientes, que la verdad te prefieres regresar. Muchas cosas pasan por tu cabeza, pero ya estando viviendo todo eso prefieres seguir adelante a lo que pase, porque si regresas a Honduras así, eres como una persona derrotada, que no luchaste por lo que quieres. Prefieres seguir adelante a lo que pase y sí, con mucho miedo”, platica.
En su travesía vio de cerca la muerte, como en la ocasión en que los detuvieron y los acusaron de traficar drogas.
Los vigilantes del tren les pidieron todo su dinero para no bajarlos o denunciarlos, pero como se negaron por ser injusto, ahí mismo mataron a dos migrantes, por lo que ante el miedo tuvieron que darles todo su dinero.
Luego de eso, el viaje fue complicado, pues no tenía dinero para comer. Para sobrevivir, en Coatzacoalcos, Veracruz, junto con otros migrantes, ayudaron a un hombre en labores de la construcción. La persona les pagó por su trabajo con comida y bebidas, algo que el grupo de migrantes agradeció después de varios días de medio comer y medio descansar.
La comida, recuerda Alfredo, alcanzó para dos días más, pero al terminarse otra vez el hambre apretaba. Al llegar cerca de Tequisquiapan, en la comunidad de San Nicolás, vio que unas personas tenían comida a la orilla de las vías del tren, por lo que sin importarle el riesgo, pues aunque el ferrocarril avanzaba rápido, se arrojó, pues sabía que si no lo hacía pronto moriría de hambre.
Las personas lo ayudaron. Curaron los raspones que se hizo al arrojarse del tren, le dieron de comer y le ofrecieron alojamiento.
En ese momento Alfredo nunca imaginó que esas personas — don Martín, su esposa y su hija— un tiempo después se convertirían en su familia en México. Tras llegar a Tequisquiapan, se dedicó a buscar empleo. En su recorrido venía con su hermano, quien como es asmático no podía trabajar en las ladrilleras. Su hermano siguió su camino un tiempo después. Actualmente vive en Estados Unidos.
Luego consiguió otro empleo de jardinero, sembrando árboles para el municipio de Tequisquiapan. Ahí se hizo de muchos amigos, que le fueron diciendo de otros trabajos, por lo que nunca le faltaba actividad, además de que le gustaba lo que le pagaban.
“La primera vez que me pagaron me dieron como 800 pesos. No ocupaba mucho dinero para estar acá, me quedé con 100 pesos y lo demás se lo mandé a mi mamá. Ya recibió en una semana como mil 300 pesos, cuando yo recibía 300 o 400 lempiras en una semana. Me comenzó a agradar, pues salía cuando yo quería, trabajaba como quería, tengo amigos, juego futbol”, rememora Alfredo.
Con el tiempo, explica, don Martín Martínez lo invitaba a su casa de manera regular. En una ocasión conoció Rosa María y con el tiempo floreció la relación entre los dos jóvenes.
Dice que le gusta mucho el trabajo con la electricidad, pero cuando no hay trabajo “soy carpintero, soy albañil, soy chalán, soy de todo, y cuando no hay una cosa, adelante con lo que venga, nunca falta”.
Un perro, Loki, se pasea por el patio, siguiendo a su amo de un lado a otro, mientras hace sus actividades. Subraya que por estar aprendiendo a pintar coches, su nuevo reto, terminó de madrugada de trabajar con su maestro, por lo que durmió hasta pasado el mediodía.
Cosas del destino
Alfredo reflexiona un poco sus palabras. Afirma que si no hubiera estado don Martín y su familia ese día a un lado de las vías del tren, su vida hubiera sido diferente. Si no se hubiera arriesgado a saltar del ferrocarril, a pesar de la velocidad que llevaba, no estaría en Tequisquiapan y no estaría en México.
Agrega que hace 16 años, cuando salió de Honduras siendo un adolescente, no se imaginaba su vida como lo es ahora.
“Es lo que alucinas: llegar a Estados Unidos, cambiar tu vida, pero no sabes qué es lo que te espera. Yo pensaba llegar a Estados Unidos y hacerle su casa en Honduras a mi mamá, tener lo suficiente para una enfermedad, que nunca faltara algo para comer, pero ya estando acá no me imaginaba hacer lo que hago”, asevera.
En su país, dice, al estar en su etapa de rebeldía, hizo varias cosas, entre ellas tratar de formar una familia a una corta edad.
Fruto de una relación juvenil, Alfredo tiene un hijo adolescente a quien tiene pensado traer en un corto plazo, para evitar que se involucre en pandillas y en la delincuencia, flagelo que aqueja a Honduras.
Por ello, Alfredo ayuda en la Estancia del Migrante a su suegro, pues sabe por haberlo vivido en carne propia lo que significa viajar en la oscuridad, sentir la muerte rondar a su alrededor, tener hambre, frío o estar enfermo y que nadie tienda una mano.
Sabe que una cacerola a un lado de las vías no sólo significa que ahí hay comida. A veces es la diferencia entre la vida y la muerte.