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La tecnología y los relojes “desechables” provenientes de China acaban paulatinamente con el trabajo de los relojeros, quienes ven cómo poco a poco la demanda de sus servicios disminuye, afirma Antonio González Sánchez, hombre que abrazó el oficio por el gusto que sintió desde niño por estos aparatos.
El taller El Zafiro, que se ubica en el primer cuadro de la capital, tiene 44 años funcionando, aunque en los últimos años los servicios de compostura disminuyeron.
Adentro de El Zafiro suena de fondo The Doors, con la canción 20th Century Fox. Marco Antonio González Ávila, hijo de Antonio, trabaja en un reloj, mientras explica que labora en el taller de su padre desde hace 28 años.
Explica que González Sánchez inició con el negocio en la calle de Hidalgo, pero con el nombre de Relojería Continental.
“De ahí compró otro taller y, obviamente, otra persona lo estaba trabajando, pero no funcionó; luego mi papá se vino para acá, y del mercado [Hidalgo] a este local, tiene 44 años”, indica.
La plática de Marco Antonio es interrumpida por la llegada de su padre. Relojero de antaño, de los que él mismo dice, ya quedan pocos. Su paso es lento, pero firme, sabedor de que controla el tiempo. Entra al local y suelta sin más: “Ha disminuido mucho [el trabajo] porque hay mucho reloj chino y viene de baja calidad. No viene supervisado, como el reloj suizo. Compras un reloj suizo y te vale tres mil pesos. Compras un clon, te cuesta 300”.
Señala que la mayoría de los tianguistas venden clones que pueden pasar por originales, pero el alma del reloj no es la misma, ni se compara con los relojes de antes.
Narra que desde niño le gustaron estos aparatos. Recuerda que un día estaba en su casa revisando un reloj, cuando llegó su abuela y le preguntó qué estaba haciendo, a lo que respondió que lo arreglaba. Su abuela no le dijo nada después de la respuesta. Dos o tres veces su abuela lo sorprendió con los relojes, hasta que le dijo que su abuelo los reparaba.
Su abuela lo dotó de herramientas y piezas de relojes para que practicara; luego un amigo relojero le vendió una pieza, tras lo cual intercambiaban aparatos.
Don Antonio abunda que en 1966 entró a trabajar a la relojería El Mago, donde su patrón era Agustín Hernández González. Con conocimientos intermedios, después de tres años decidió salir de ese lugar, ya que los clientes solían llevarle trabajos a él, y funda Continental, junto al tradicional mercado Hidalgo, para después, en 1972, fundar El Zafiro.
En su actual establecimiento las paredes están llenas de relojes y, paradójicamente, de fotos antiguas que recuerdan otros tiempos, además de pósters de Pedro Infante y una fotografía de Ninel Conde.
El mostrador luce lleno de relojes, algunos muy antiguos, otros modernos. Algunos de marcas caras, muy exclusivas, y otros de “menos categoría”, pero de estética y estilo únicos.
Dice que de sus tres hijos sólo Marco Antonio decidió seguir sus pasos, en un oficio que, al igual que muchos otros, tiende a desaparecer.
“Ya somos pocos relojeros. Nos estamos extinguiendo. Ahora hay más tianguistas que se dedican a cambiar pilas, pero relojeros de esa camada de El Mago. Está Jerónimo Sánchez Lugo, Nicolás Sánchez Molina, Enrique Sánchez Morales, además de que llegaron algunos de Guadalajara, otros de México, y se han establecido, pero relojeros ya somos pocos”, dice con una aire de nostalgia.
Apunta que mucha gente tarda tiempo en reparar sus relojes y es más caro luego, ya que los mecanismos se atrofian, hay que cambiar piezas y eso cuesta. Agrega que el mantenimiento de un reloj de una marca de prestigio llega a costar hasta mil pesos, pero si hay necesidad de cambiarle piezas su costo se eleva.
Antes, recuerda, la mayoría de la gente en Querétaro usaba reloj y el trabajo abundaba, pues en los tres bancos de trabajo siempre había alguien arreglando una de estas piezas.
Don Toño cumplirá en agosto próximo 50 años de relojero y, en todo este tiempo, por sus manos han pasado de todo tipo de relojes, como los Rolex, los más caros que ha visto.
Añade que de los relojeros que sobreviven, de los que tienen “herederos” de su oficio, él es uno de los pocos, ya que los hijos de sus colegas han optado por abrazar otras profesiones.
Considera que de aquí a algunos años “los que estamos nos vamos a terminar y no va a haber quién nos apoye. Él [Marco Antonio] a ver hasta donde llega”, precisa, al tiempo que recuerda que otro maestro relojero tiene un hijo que comienza a seguir sus pasos, aunque hay poca descendencia, además de que algunos ya ven minada su salud y sus sentidos por, paradójicamente, los años y el tiempo.
Algunos clientes llegan cuando don Toño platica. Interrumpe la charla para atenderlos. Uno regresa a ver en qué estado se encuentra un reloj que llevó a reparar. Otro va a cambiar una pila. Trabajos que son resueltos en pocos minutos.
Puntualiza que los relojes perdurarán por mucho tiempo, ya que las grandes marcas siguen en producción; pero el oficio como tal tiende a desaparecer, pues muchos ya son desechables y no tiene caso arreglarlos.
Don Antonio tiene varias piezas que podrían estar un museo, como un reloj de mesa, con marco plateado y dorado, que según el maestro relojero sería de la década de los 40 del siglo pasado, pieza que podría pertenecer a cualquier museo y que aún funciona tras darle cuerda.
Guarda otro reloj, uno de bolsillo, que al menos tiene 60 años y cuyas manecillas marcaron los minutos y las horas de su o sus dueños, cuyos nombres se pierden en el pasado.
Con humor, el relojero dice: “Al tiempo hay que matarlo. El tiempo nosotros lo hacemos, nosotros lo manejamos. Quiere que se adelante su reloj, lo adelantamos. Quiere que se atrase su reloj, lo atrasamos. El tiempo es relativo, como decía [Albert] Einstein”.
El tic tac de los relojes acompaña a padre e hijo en El Zafiro. La música se detuvo, pero la sinfonía de los relojes sigue el trabajo de los hombres, quienes resisten el paso del tiempo y de la modernidad, con sus modas perecederas y productos con obsolescencia programada.