Paralíticos, amputados, sordos, un ciego y un paciente con parkinson toman sin miedo el palo de golf y pegan a la pequeña pelota, con la certeza de que podrán hacer un hoyo en ese campo donde se les permite jugar por varias horas. No necesitan ser políticos, gobernadores, senadores, diputados o empresarios para practicar un juego de élite, el único requisito fue decidir enfrentar su condición física con dos palabras: querer y poder.
“Somos una organización altruista que desde noviembre de 2013 incentiva este deporte con personas con discapacidad para regresarle al golf algo de los que nos ha dado”, resume Alfredo Sánchez Gaytán, médico y vicepresidente de la Asociación Nacional de Golf Adaptado (ANGA) que replica en México la labor que España inició en 2007.
“Nuestro objetivo es que las personas, más que superar su condición, se reincorporen a la vida y recontacten con la emoción por encima de la enfermedad. Algunos se acercaron a nosotros para aprender a golpear la pelota y conocer las emociones de este deporte, que son las mismas que para nosotros. Ganar”.
Dentro del juego se les llama técnicamente sentados, mientras que a las personas sanas se les denomina parados. La intención es crear equipos mixtos entre integrantes de ambos grupos que se enfrentan en el campo escuela Las Maravillas, donde regularmente practican.
Sánchez Gaytán refiere que en el partido gana quien tire menos golpes en una ronda de 18 hoyos, aunque también se toma en cuenta el dominio por la filosofía del golf. “Significa que gana más el que se repone de sus errores”, dice.
El capitán Alejandro Rebollar es fanático de este deporte desde hace 20 años. Le gustaba jugarlo cuando podía durante los ratos libres que tenía en su profesión como experimentado piloto en la desaparecida Mexicana de Aviación. Jugaba parado y, pese a su estatura de 1.64 metros, su habilidad era evidente por tener demasiada flexibilidad.
“Me volví vanidoso, ególatra. Lo reconozco. Tenía un hándicap 3-4, y la verdad es que a uno le gusta que le gente diga: ‘¡Qué bien juegas!’” ¿Cómo explicar entonces que fue precisamente una pelota de golf, la que hace 10 años lo transformó en un jugador sentado? “Simple”, responde directo y con franqueza junto a una taza de café que deja de beber para hablar de su historia. “Porque los errores fueron míos. En la aviación enfrentas cosas meteorológicas que no tienen nada que ver con el ser humano. Por eso, como piloto, sé que el día del accidente cometí errores”.
Fue en 2007 cuando el ex capitán voló a Costa Rica por razones de trabajo. Tenía 57 años. En cuanto aterrizó, muy por la mañana, quiso aprovechar el tiempo libre que tendría en aquel país, por lo que inmediatamente se presentó al campo de golf ubicado dentro del resort donde se hospedó. Eran las 8:00 horas y el primer juego estaba agendado 30 minutos después.
Pero él, mientras llegaban sus adversarios, estaba ansioso por empezar a jugar, aunque fuera solo; así que tomó el carro de golf, entró al campo y se estacionó en algún punto para iniciar su práctica sin realizar el calentamiento ni los estiramientos indicados. Al agacharse a colocar la pelota en el pasto, notó de reojo que un par de jugadores (padre e hijo) estaban a cierta distancia, listos para empezar a jugar con otra pelota que caería en la zona donde Rebollar se encontraba.
Desde su ubicación gritaron al capitán si les permitía empezar su juego; él, agachado, respondió afirmativamente. Segundos después sólo recuerda un dolor intenso en su ojo izquierdo, sentir el rostro bañado en sangre y notar su nariz chueca. En ese instante cualquiera hubiera culpado a los otros jugadores por lo ocurrido; pero Rebollar, dentro de sí, aceptó con todas sus letras: “Fue mi culpa, yo me puse en el lugar equivocado. Por eso me llevaron al hospital donde me reconstruyeron la nariz y aunque no fue necesario sacarme el ojo, perdí la visión y, por ende, mi profesión”.
Su ojo que antes era café, quedó completamente azul; y aunque para los niños eso ha significado un detalle gracioso, para el ex piloto representó, en términos médicos, la pérdida visual y de la tercera dimensión, una habilidad necesaria en cualquier aviador. En consecuencia, la ley obligó su retiro tres años antes de lo previsto, contra su voluntad.
“Fue muy duro dejar la aviación; me aislé durante casi un año, no quería ver ni hablar con nadie excepto algunas personas. Mi amigo Alfredo Sánchez Gaytán, por quien empecé a jugar golf, me llamó un día para decirme que necesitaba de mi presencia en un proyecto muy particular. Y a partir de ahí reaccioné”.
Quedaron de verse en el campo escuela Las Maravillas y, conforme recuerda, Rebollar describe así lo que vio. “Nunca me consideré persona con discapacidad, pero me impactó lo que vi bajar del camión que llegó. Una silla de ruedas, dos muletas… Bueno no, la verdad es que fueron varias… No fue un shock, pero es que yo no tenía la idea clara”. El vicepresidente de ANGA le había invitado para enseñar golf a aquel grupo de personas. “Y cuando lo entendí me dije que nunca había visto una cosa así”.
Lo primero que hizo fue enseñar al grupo movimientos acordes a sus limitaciones físicas o intelectuales. “A uno le dije: ‘¡Tú no tienes piernas, pero sí brazos! ¡Entonces olvida las piernas, agarra las manos, mueve los hombros y hazle así!’. Fue un reto encontrar los movimientos en cada uno de ellos, pero también un reto conmigo, porque corregí lo que no podía hacer conmigo mismo, porque también había dejado de jugar”.
Por ejemplo, para compensar su falta de visión en el ojo azul entendió que el sol le ayudaría —a través de la sombra— a decirle qué tan cerca estaba de la arena de juego. Y que cuando no hubiera sol, sino cielo nublado, debía hacer ciertos movimientos con sus piernas lo que le permitiría mejorar su ángulo. “Aprendí que podía seguir jugando golf y ahora lo hago de manera menos agresiva, de un modo más tranquilo; así que cada movimiento lo hago sintiéndolo”.
Enseñar y jugar con los sentados también le aportó otra enseñanza; Rebollar dice que entre los parados es difícil comprender y aplicar todas las reglas, incluida la ética. Pero con los sentados considera que ocurre diferente, puesto que aprenden más rápido, porque ellos le entregan 100% de su atención. “El juego con ellos es una competencia más agresiva. Solemos decirnos: ‘¡Te voy a ganar, no me importa lo que tengas!’, aunque al final te rías y digas: ‘ Bueno, no te pude ganar, pero hice todo lo posible’”.
A pesar de enfermar de parkinson, Carlos Florero (presidente de ANGA) encontró en el golf mucho más que un rato de esparcimiento. Como médico, Alfredo Sánchez Gaytán relata que Florero notó que este deporte le ayudó a reducir sus movimientos musculares gracias a la concentración que le requería pegar a la pelota. “Es un fenómeno especial que fue comprobado clínicamente, y eso ayudó a reducir su sintomatología”, explica.
Una mujer en muletas con secuelas de poliomielitis llegó a su primer partido insegura y con baja autoestima. La compañía y enseñanza de Sánchez Gaytán la cambiaron durante el recorrido por los 18 hoyos. “Al final era otra persona, se le veía más segura, más contenta, con mayor empatía por el resto del grupo”.
Agustín Pizá, quien es un experto reconocido en Latinoamérica por fusionar su profesión con la construcción y diseño de campos de golf desde hace 19 años, considera que “el golf te inculca valores, principios y virtudes como la caballerosidad, se convierte en una herramienta de vida, porque no puedes controlar la pelota, ni dónde cayó por un mal tiro. Sólo puedes controlar tu actitud frente a la situación donde te encuentras. Por eso en el campo las personas con discapacidad están en una terapia, una competencia contra sí mismos”.
El arquitecto Pizá resalta que no sabía de ese grupo. “Los conocí porque tengo un proyecto de golf para niños de escasos recursos y fue una gran experiencia conocerlos hace unos años. Vi cómo llevaban la pelota al hoyo, con doble o triple esfuerzo, a diferencia de un golfista con facultades normales”.
Mientras en España los golfistas con discapacidad compiten en copas y campeonatos deportivos, divididos por grupos y bajo reglamentos específicos según sus limitaciones; en Costa Rica el proyecto Challenge Golf obsequia la totalidad del entrenamiento a sus pacientes.
En México el escenario es otro; por falta de difusión y apoyos, ANGA cuenta en este momento con 70 miembros quienes pagan una módica suma de 300 pesos por un juego de cinco horas promedio en un club de golf. La cantidad es simbólica y cubre también su transporte y alimentos. Por el mismo concepto un jugador parado gastaría un promedio de 5 mil pesos.
La asociación se apoya en amigos, conocidos y todo tipo de contactos que puedan ayudar a empujar el proyecto en un campo público o privado. Hasta el momento, sólo acuden a tres: Las maravillas, club de golf Teotihuacan y Parres; localizados en entidades colindantes con la CDMX.
“Requerimos patrocinadores para el transporte, necesitamos conseguir campos baratos, equipo de golf como calzado, palos, etcétera. En fin, ha sido un poco difícil abrir las puertas, pero ahí la llevamos”, afirma con optimismo Sánchez Gaytán. Mientras que el ex capitán Rebollar deja abierta la invitación para otras personas con discapacidad que, como él, deseen sumarse a la aventura en este juego de pelota. “Los veré próximamente en un campo de golf y con mucho gusto jugaremos. ¡Los reto a que me ganen! Porque sé que sólo ellos entenderían lo que eso significa”.