En la Costa michoacana hay un municipio que fascina a los grupos del crimen organizado: Aquila. Mide la mitad que el vecino estado de Colima, cuenta con extensas y solitarias playas, un puñado de vetas de hierro y prolifera el preciado árbol sangualica.
Aquila estaba convertido en tierra de nadie hasta que el 14 de junio de 2009, en Santa María Ostula, uno de sus pueblos, se dio a conocer un manifiesto que cimbró la historia nacional.
El Manifiesto de Ostula no era un documento cualquiera. Fue signado por representantes nahuas, purépechas, zapotecos, hñahñus, cocas, tzeltales, mixtecos y rarámuris en asamblea del Congreso Nacional Indígena (CNI); estaba respaldado por el artículo 39 constitucional y anunciaba un hecho sin precedentes: las y los indígenas nahuas de ese pueblo, de menos de 2 mil habitantes, van a recuperar sus tierras “por la vía de los hechos”.
Los policías de Ostula fueron elegidos por la asamblea, única autoridad a la que están obligados a rendir cuentas, y desde 2009 han logrado recuperar mil 200 hectáreas de montaña y playa de manos de pequeños propietarios, algunos de ellos ligados a Los Caballeros Templarios —grupo surgido de La Familia Michoacana—. Esa es su forma de demostrar que aspiran a vivir dignamente.
Autodefensas
A diferencia de la policía comunitaria de Ostula, que se armó con machetes y rifles hechizos, que tiene similitud y simpatía con la policía comunitaria del municipio de Cherán y que sigue en pie, en el último lustro surgieron otros grupos armados que aspiraban a poner un alto a Los Caballeros Templarios:
En el caluroso auditorio de la Unión Ganadera del municipio de Tepalcatepec, en la región Tierra Caliente, la celebración del Día de la Bandera de 2013 fue inédita. “Vamos a rebelarnos”, gritaba enérgico José Farías Álvarez, alias El Abuelo, ante unos 5 mil ganaderos. Aquel día, el entonces alcalde de Tepalcatepec, el priísta Guillermo Valencia Reyes, no asistió al evento, pero en su representación envió a su madre. La mujer, de avanzada edad, se sintió mal y salió del recinto a tomar aire, fue entonces cuando vio que familiares de El Abuelo —vinculado con el Cártel del Milenio y que en 2009 había sido procesado por portar hachís— bajaron armas de una camioneta del Ejército y comenzaron a repartirlas a los ganaderos envalentonados.
Así nacieron los grupos de autodefensa cuya cara más visible fue la del doctor José Mireles Valverde, mismos que en un año expulsaron a Los Templarios, pero terminaron siendo diluidos en fuerzas rurales por el comisionado de Seguridad, Alfredo Castillo Cervantes, mientras informes de inteligencia militar señalan que, con toda esa revuelta, el Cártel Jalisco Nueva Generación salió beneficiado y se posicionó en Tierra Caliente.
En Ostula, Marichuy no pidió firmas
A casi nueve años de tener dos frentes abiertos —uno contra el crimen organizado y otro contra el gobierno—, 36 comuneros de Ostula han sido asesinados y otros seis han sido desaparecidos.
Ostula fue el primer pueblo michoacano de la gira de María de Jesús Patricio, Marichuy, médico tradicional nahua de Tuxpan, Jalisco, quien es vocera del Concejo Indígena de Gobierno (CIG) y aspira a una candidatura independiente para las elecciones presidenciales.
Foto: Rodolfo Ayala.
El CIG tiene dos intenciones: que Marichuy visite las comunidades originarias para tejer redes de organización y que aparezca en los debates presidenciales y en la boleta para denunciar precisamente los despojos y violencia que sufren los pueblos de México. Para este último objetivo debe recabar más de 866 mil firmas de apoyo, pero a menos de un mes de que termine el plazo, enfoca sus fuerzas y su discurso en fortalecer al CNI.
El domingo 21 de enero, ante unas mil 200 personas resguardadas por policías comunitarios, el líder nahua Evaristo Domínguez Ramos leyó un nuevo Manifiesto de Ostula. Este breve documento rechaza la mercantilización de la vida y los bienes de la Tierra; condena la criminalización y encarcelamiento de sus compañeros y reafirma que seguirán ejerciendo su autonomía.
Foto: Rodolfo Ayala.
Marichuy tomó la palabra y, en vez de pedir firmas, hizo referencia a la reforma energética, a la nueva ley de biodiversidad y a la necesidad de que los pueblos luchen unidos:
“Nosotros hemos sido los dueños de las tierras antes de que llegaran ellos, y ellos han hecho todas estas leyes, todas estas reformas solamente para seguir asegurando este despojo […] Nuestra propuesta es que tenemos que organizarnos todos los pueblos, hacernos fuertes abajo. Y juntos, dándonos la mano, vamos a hacer posible que el que esté arriba se ponga a temblar”.
Después de los discursos, un mariachi tradicional y diferentes grupos de danzas conformados por niños, niñas y jóvenes dieron fe de la vida cultural de Ostula. Fue un rato de alegría en esta comunidad en resistencia.
La ley de las armas
Los vehículos en los que viajaban los integrantes del CIG salieron de Ostula a las 14:00 horas rumbo a Paracho. El camino, de más de 360 kilómetros, es sinuoso, en partes deteriorado, y atravesaba la región Tierra Caliente. Detrás de los vehículos del CIG iba un Volkswagen Golf gris modelo 2005 con placas de la Ciudad de México, en el que viajábamos tres periodistas independientes: Daliri Oropeza, Al-Dabi Olvera y Cristian Rodríguez, quienes desde mayo de 2017 comenzamos a dar cobertura periodística a la aspiración del CIG.
Al salir de Coalcomán, alrededor de las 16:00 horas, los policías comunitarios de Ostula que escoltaban la caravana dieron marcha atrás. Ese ya no era su territorio. Ocho vehículos seguimos el rumbo. Nuestro Golf ahora estaba colocado al final. Después de atravesar Tepalcatepec, la carretera rodea un inmenso valle limonero. Mientras Daliri conducía, Al-Dabi y yo aprovechamos para fotografiar los cultivos, una de las principales fuentes de ingresos de la zona. Era un ejercicio periodístico.
Alrededor de las 18:00 horas, después de capturar una ráfaga de fotografías desde mi asiento, detrás del copiloto, me despegué la cámara del ojo derecho y la bajé a la altura de mi pecho cuando vi que al final de la curva, afuera de la carretera, estaba estacionada una camioneta Honda CR-V de modelo reciente tripulada por cinco hombres armados que dirigían sus miradas hacia nuestro vehículo. Bajé la cámara a la altura de mi ombligo y con la mano toqué el hombro izquierdo de Al-Dabi a quien le dije: “Baja la cámara, hermano”.
El final de esa curva era la entrada al poblado 18 de Marzo, municipio de Buenavista, unos 230 kilómetros al suroeste de Morelia. Después de una recta de 350 metros partida por tres topes que obligan a los viajeros a disminuir la velocidad, la carretera gira a la derecha. Justo en esa vuelta la camioneta se emparejó a nuestro vehículo y los hombres le gritaron a Daliri que detuviera nuestro Volkswagen.
La camioneta de los hombres aceleró para rebasarnos y se detuvo unos 150 metros adelante, afuera de la carretera. Con un aire de valentía, Daliri comenzó a pisar el acelerador. Pensando en que nos aplicarían la ley fuga, Al-Dabi y yo le gritamos que se detuviera, lo que finalmente hizo. Nuestro vehículo quedó 10 metros delante de los hombres. Era un punto ciego.
Nos encañonaron en Tierra Caliente
Dos hombres descendieron y caminaron hacia nuestro vehículo. Pensé que probablemente se habían molestado por vernos tomar fotografías y que incluso sospechaban que los habíamos retratado, lo cual Al-Dabi y yo nunca hicimos. No conozco un manual que diga qué hacer frente a hombres armados. Lo que hicimos en ese momento fue por instinto de supervivencia.
Mientras los hombres nos gritaban palabras altisonantes, bajé del auto y Al-Dabi me secundó. “No se preocupen, no hay fotos suyas. Si quiere revisamos y borramos lo que usted diga”, le dije al que se detuvo más cerca de mí, mientras mostraba el visor de la cámara. El otro hombre que estaba a metro y medio de distancia levantó el cañón de su cuerno de chivo, me apuntó al estómago y gritó: “¡Que nos den las cámaras, hijo de tu puta madre!”. Estiré la mano derecha para entregar el aparato al tiempo que volteé la mirada al piso y comencé a temblar. Jamás tuve tanto miedo a morir.
Los hombres, uniformados de botas y pantalón negro, camiseta gris de manga larga bajo un chaleco antibalas y cachucha negra con el escudo nacional y la palabra “Michoacán” en letras doradas les pidieron la otra cámara y los celulares a mis compañeros. Ellos “cooperaron”. Yo comencé a buscar el mío sin éxito cuando escuché que dijeron: “Ya váyanse y no chillen, que les fue bien, hijos de la chingada”. De reojo vi que se retiraban. Pudieron llevarse todo, pero sólo se llevaron nuestras cámaras y celulares. Al-Dabi y yo subimos al auto y Daliri arrancó para alcanzar a la caravana.
Gobierno minimiza ataque
Después de tomarnos las manos para bajarnos el susto, encontré mi celular bajo mi asiento y con él pudimos comunicarnos con un compañero. La caravana nos esperó en el poblado de Buenavista Tomatlán. Los tres periodistas les explicamos lo sucedido. Un conductor nos pidió que nos posicionáramos en medio de la caravana.
En penumbras llegamos al crucero de Paracho alrededor de las 20:30 horas. Allí nos esperaban la única camioneta de la policía michoacana que vi en todo el viaje y una camioneta deteriorada que decía “Policía Municipal” conducida por el que parecía un agente, pero en la parte de atrás llevaba a dos hombres camuflados con uniforme no militar, encapuchados y portando dos AR-15.
Por fin llegamos al Parque Comunal Tata Vasco, donde el CIG pasaría la noche. Los concejales fueron recibidos con incienso por unos 20 purépechas que los llevaron a una cabaña en la que había café y tamales.
Los tres periodistas fuimos llevados a otra cabaña, donde nos sentamos a la mesa con dos integrantes del CIG y un abogado de la asociación civil “Llegó la hora del florecimiento de los pueblos”, que respalda a Marichuy. Minutos después Marichuy entró a la cabaña acompañada de dos concejales y se sentó a la mesa para escucharnos. Luego de que hablamos todos, con su voz maternal nos dijo: “Gracias a Dios están vivos” y nos recomendó recibir un masaje para el susto.
En un comunicado publicado la mañana siguiente, el CIG explicó la situación. Se dijo indignado por la guerra contra la palabra, “herramienta fundamental para la organización de los pueblos”, y de que 40 periodistas han sido asesinados en México durante el mandato de Peña Nieto. Para entonces el gobierno de Michoacán y varios medios afines ya habían difundido una foto de Marichuy cenando tamales y calificando el ataque como un simple robo. Los tres periodistas y la asociación civil presentamos denuncia en Uruapan.
Foto: Rodolfo Ayala.
Después del ataque, los tres periodistas hemos recibido muchas muestras de apoyo de nuestros colegas. Es duro entender que lo que haces con pasión y con la intención de ofrecer un bien común, como la información, puede ponerte en riesgo de muerte. Es algo que no merecían los 40 periodistas asesinados en México a lo largo del sexenio de Enrique Peña Nieto. Sabemos que debemos afinar nuestros protocolos de seguridad para continuar señalando problemas no resueltos —como los que sufren las comunidades indígenas—, documentar procesos disruptivos como el del CIG y tratar de llevar esas historias tan lejos como sea posible.
Foto: Rodolfo Ayala.
km