Acapulco.— Soy un acapulqueño que ha visto cómo el puerto dejó de ser un paraíso para convertirse en el purgatorio.
Crecí en un Acapulco muy diferente al de hoy. Jugaba futbol hasta la medianoche, caminaba por las madrugadas y el único temor era la mordida de un perro. Pasé navidades despierto toda la noche, buscando posadas, tronando cohetes y tomando sidra con mis primos.
Durante mi niñez, cuando llovía, con mis vecinos y primos corríamos a las calles a jugar futbol bajo el agua. En mi adolescencia, iba a las tardeadas, al Disco Beach a las tocadas de rock, a escuchar música al borde de los alcantarillados en Sinfonía del mar.
Cuando estudiaba la preparatoria, en las vacaciones trabajaba en restaurantes u hoteles. Eran los inicios del año 2000. En una temporada decembrina trabajé como ayudante de bar en un restaurante de lujo que tenía una terraza desde donde se veía toda la bahía. Según los trabajadores más antiguos, era uno de los lugares favoritos del cantante Luis Miguel.
Esa temporada fue extenuante, comenzábamos a las cinco de la tarde y terminábamos a las siete de la mañana del día siguiente. Todos los días de esas vacaciones el restaurante estuvo a reventar. Terminé agotado pero contento: fue la primera vez que junté 15 mil pesos. Le compré la estufa que mi mamá necesitaba, repuse el comedor que se había dañado y me alcanzó para comprarme unos pantalones y unos tenis.
No lo niego, Acapulco nunca ha sido un lugar de mansa tranquilidad, pero tampoco ese infierno en que se convirtió en la última década. Ahora, los adolescentes patean el balón antes de anochecer y más de una vez han tenido que suspender el juego por el paso de una caravana de camionetas con hombres armados o por una balacera.
La gente del puerto acepta que las noches de diversión han cambiado. Ir a un bar y pretender regresar en taxi es casi imposible. Los choferes se niegan a hacer viajes a ciertas horas y a ciertos lugares. Tienen razón, en los últimos años se convirtieron en carne de cañón de las organizaciones criminales.
Ahora, lo que hacen los jóvenes que van a fiestas es quedarse a dormir en la casa de uno de los amigos, de preferencia del que lleva auto. Tampoco van a bares. Los bares y las discotecas son cada vez más peligrosos: masacres han ocurrido dentro de establecimientos y también fuera de ellos, no importa que estén sobre la Costera Miguel Alemán, la principal avenida del puerto y la que autoridades presumen de estar “blindada” por policías y militares.
Ese “blindaje” nunca es suficiente. Los efectos de la violencia fueron entristeciendo poco a poco a ese corredor turístico: muchos negocios cerraron, no soportaron las extorsiones ni la falta de turismo. En la Costera, por ejemplo, ya no está la discoteca Alebrije, que en 2013 apagó las luces. Ni el restaurante El Olvido, ni Pretra, ni la cadena California, ni Disco Beach, ni One Dólar. Tampoco están el Coyuca 22, El Colonial, Acapulco mi amor, Primos. Cerró el Shotover jet, el Mágico Mundo Marino, la plaza de toros que algún día vio al rejoneador español Pablo Hermoso de Mendoza. La noches de cabaret se terminaron.
En esta última década han pasado muchas cosas. La violencia nos ha puesto en cara muchas escenas de terror, de dolor, desolación, de mucha muerte, de muchas desapariciones.