San Felipe Usila, Oaxaca
Alrededor de una fogata a orilla del río, la familia se reúne; es una fiesta en la que participan hombres, mujeres y niños. El motivo es elaborar el tradicional caldo de piedra, en cuya preservación es necesaria la participación de todos los presentes.
Enclavado en la zona montañosa de la Cuenca del Papaloapan, San Felipe Usila se mantiene como uno de los paraísos de la gastronomía de los pueblos originarios, en especial de la cultura chinanteca. Se ubica a 100 kilómetros de Tuxtepec, la principal ciudad del norte de Oaxaca.
Su geografía, salpicada de montañas y pequeñas llanuras a 100 metros sobre el nivel del mar, es el hogar de unas 5 mil personas y es gracias al caldo de piedra que esta localidad figura entre los destinos con platillos exóticos, puesto que cocinar mariscos y pescado a la orilla del río, mediante piedras calientes, es un don que no poseen otros.
La riqueza culinaria que tiene la comunidad contrasta con un entorno de carencias, así lo indican los datos sobre pobreza y rezago social de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), los cuales señalan que hasta 2016 en San Felipe Usila 39.5% de la población vivía con carencias alimenticias y un alto grado de marginación.
Ahora, parte de su lucha cotidiana también es conservar su platillo tradicional, ya que desde 1988, cuando cerraron la cortina de la presa Miguel de la Madrid, el río Usila —que proviene de una corriente de la Sierra norte— dejó de ser el proveedor del pescado y camarón utilizado para el caldo, dificultando la conservación del platillo.
Alexis apenas pasa de los cuatro años, pero en cuanto escucha a los mayores comenzar con los preparativos, se anota para el ritual de cocinar en la ribera del río. Su abuelo, Emilio Tenorio Ángel, alista sus herramientas; sus hijos también se preparan con esmero. Así lo dicta la costumbre.
Sobre la lancha, y a contracorriente, suben sobre el cauce del río para encontrar la playa ideal que se convertirá en el escenario de la convivencia.
Emilio, de 64 años, explica que el caldo de piedra es un platillo que trasciende lo gastronómico. Dice que desde que tiene memoria, los adultos se organizaban para ir al río a elaborar el platillo y aunque es común señalar que se trata de un guiso exclusivamente cocinado por varones, por la complejidad de la pesca y las piedras ardientes, asegura que nunca se excluyó de su preparación a las mujeres. Al menos, no en su familia.
Con el conocimiento que arrastra por herencia familiar, Alexis ya identifica qué tipo de piedras son las ideales para la preparación del caldo. Elegirlas no es algo menor. Se trata del elemento alrededor del cual giran todo los ingredientes: deben ser perfectas para que soporten el fuego.
Mientras Emilio apila la leña y enciende la fogata donde se colocarán las piedras, cuenta que sus familiares y amistades se organizaban durante las jornadas de trabajo en el campo para después ir al río.
Cada uno tenía la responsabilidad de llevar alguno de los ingredientes, menos la mojarra y los mariscos, puesto que esos los pescaban en las aguas del Usila, el río que atraviesa la población. Emilio recuerda que en esos años había peces en abundancia.
Explica que el caldo de piedra se puede comer en cualquier momento especial, ya que su preparación trae en sí misma un elemento de convivencia, pero señala que es costumbre prepararlo en Semana Santa, cuando decenas de familias se congregan en el río para hacerlo a la manera tradicional.
Sobre el origen de este platillo no hay memoria que cite el tiempo exacto; todos saben que es una tradición heredada. Recuerdan que lo preparaban los abuelos de sus abuelos y que se relaciona con toda la abundancia que les ponía a la mano el río. Por todo ello y por la nula influencia española en la región, consideran que proviene de la época prehispánica.
Piedras ardientes
El sol se mantiene pacífico debajo de una nube. El clima es ideal para soportar las llamas donde las piedras se calientan hasta el rojo vivo. Mientras, con una piedra de río, la nuera de Emilio muele por completo el jitomate y el ajo directamente sobre la jícara donde se cocerá la mojarra.
Al paso de 20 minutos, se consume la leña que calentó las piedras hasta arder. Es momento de tomar agua del río, agregar cebolla y chile verde en trozos, suficiente sal para sazonar y hojas de cilantro y epazote.
Lentamente, Emilio coloca las primeras piedras en cada jícara con unas pinzas y de forma inmediata se suelta el hervor: se desprenden los olores de las yerbas y el ajo; el tomate colorea el caldo. Es este primer hervor el que fusiona los ingredientes.
Apenas termina de burbujear el caldo, se saca la piedra del plato y se agrega el pescado troceado, para que quepa y se cocine mejor. Entonces, viene la segunda y tercera piedra, que “sufren” y “se quejan” al sumergirse en el guiso; con su calor se cocerá la mojarra durante unos dos minutos. Según el tamaño del pescado y la temperatura de la piedra será el tiempo de cocción. Luego, cada una de las piedras se sacan del plato, algunas de ellas fracturadas.
“No es cualquier piedra, deber ser la indicada para que tenga el sabor original”, dice Emilio mientras muestra una roca blanca, que son las más resistentes al fuego.
Después del ritual culinario, el pescado ha concentrado todos los sabores y su carne se desprende con suavidad del esqueleto. Huele y sabe a cada uno de los ingredientes.
Con cuidado, los comensales se acomodan a la orilla del río. Cualquier movimiento en falso derramaría el contenido de las jícaras: casi un litro de caldo humeante, pese a que el recipiente nunca tocó el fuego. A diferencia de su meticulosa preparación, cada uno come el caldo de piedra como puede: a cucharadas o por sorbos, pero siempre acompañado de tortillas a mano calentadas sobre las brasas.
Mantener la herencia
“Tal vez se habla mucho de nuestro caldo, pero hasta acá la gente no viene”, apunta Emilio, habitante de Usila, quien desde hace más de una década instaló su propio restaurante para ofrecer el platillo a los pocos visitantes que llegan de manera esporádica.
Hablar de pocos visitantes no es sólo un decir. Emilio, por ejemplo, no recibe comensales desde Semana Santa y, según Longino Tenorio, promotor turístico y cultural de la comunidad, además de los turistas de la región, al año llegan apenas unos 30 viajeros de distintas partes del mundo, todos atraídos por el mítico caldo. Pero aunque hay dos casas de huéspedes, siempre prefieren partir.
“Tratamos de conservar el caldo de piedra, lo que nos falta son más visitantes”, dice Longino.
A esa baja afluencia turística se suma que restaurantes de la capital han retomado la receta y ofrecen el platillo hasta en 200 pesos, mientras que en el restaurante de Emilio no pasa de los 100. Pese a los bajos precios, los visitantes no han vuelto desde hace nueve meses, por lo que él y su familia sobreviven de la crianza de mojarras, actividad que además les proporciona pescado fresco para preparar el caldo.
A pesar de ello, Emilio y Longino no pierden la esperanza de que la comunidad se convierta en un destino que cientos de personas visiten todo el año, pero desconocen a qué autoridades deben recurrir para activar la promoción turística de Usila, donde además de la gastronomía, las mujeres elaboran telar de cintura y bordan la historia de su pueblo en huipiles.