Los mexicanos vivimos un gobierno con un proyecto político prestado. Con gobernantes sin iniciativa ni originalidad; un gobierno subordinado a un proyecto externo que reditúa a los interese de quienes lo ejecutan. El futuro de nuestro país —no es secreto—, está a la vista: se puede conocer en el pasado reciente de países como Venezuela, Bolivia, Ecuador, y otros, que suscriben lo que se ha dado en llamar la Nueva Izquierda o Socialismo del siglo XXI.
Se sorprende uno al entrar a Internet y ver los paralelismos existentes entre esos países y el nuestro. Encuentra uno la misma partitura con pequeñas variaciones. El mismo infierno con distintos diablos.
Lo paradójico es que se proponen como “la” alternativa a un sistema tan perverso como el neoliberal, tiene como resultado de su gestión la pérdida o reducción de la calidad de vida de sus ciudadanos —no digamos el nivel—, por debajo del neoliberal.
Entre los rasgos que distinguen a estos gobiernos se encuentran: que los nuevos mesías demandan lealtad ciega, confianza total en ellos; que los ciudadanos estén dispuestos a perder su libertad, bienestar y progreso —entre muchas cosas—, para ponerlos en sus manos, cuando ni tú, ni yo, ni nadie, les interesamos. No somos su prioridad. Somos las fichas de un juego que ellos ganan y nosotros somos los que perdemos si no les salen las cosas. El gobierno autoritario, la ideología única, la sociedad atomizada, masificada y sin libertades, ilustran su paisaje.
Hasta ahora ningún país gobernado por este grupo ha logrado nada espectacular. No son ejemplo de nada, salvo del hecho de que los hijos de sus principales líderes sean hoy estrellas fulgurantes en el mundo de la hipocresía fifí.
Se realiza el “Déjà vu”, en el “ya no me pertenezco…” y en un sinfín de frases huecas; en el disfraz de humildad, el discurso del falso interés por lo pobres, el desprecio por el lujo (la venta de los aviones); el compromiso de erradicar la corrupción; el engaño de envolverse en la bandera de la ejemplaridad para ser el primero al que se le aplique la ley si incurre en algún delito, pero todos los días se viola la Constitución y las leyes; al establecer un supuesto mecanismo ciudadano de revocación de mandato que, extrañamente, termina convirtiéndose en de ratificación de mandato; al demoler a la oposición; al atacar, injuriar y perseguir a periodistas, críticos y medios de comunicación que no se apegan al guión gubernamental o lo cuestionan; al proponer un nuevo indicador que sustituya el PIB para la medición del bienestar, etcétera.
El capítulo más sustanciado y de mayor especialidad es el de confrontar, polarizar y dividir a la sociedad (“O estás con la revolución —transformación— o estás contra la revolución —transformación—); o la estúpida idea de los lamebotas de Palacio que propone que el presidente encarna la soberanía nacional, los valores de la patria, y que aquellos que no ven la desnudez del autócrata son traidores a la patria.
Lo preocupante de esto no es que la 4T sea un eufemismo de la “revolución” cubana o bolivariana, sino saber cuál es el punto de inflexión, de no retorno, en el que habremos perdido la capacidad de ejercer nuestras libertades.
Para nuestra fortuna en México todavía hay una clase media pensante que cree y desea construir un sistema en el que la persona humana y el bien común sean el fin a alcanzar por el gobierno.
Si el “Déjà vu” es pesadilla, despertemos. Es la mejor opción.
Periodista y maestro en seguridad nacional