En una conversación permeada por la nostalgia y por los tiempos idos, aquellos cuando los ferrocarriles transportaban pasajeros, y no sólo materias primas, cinco ex trabajadores de la desaparecida empresa Ferrocarriles Nacionales de México (FNM), comparten con EL UNIVERSAL Querétaro sus testimonios, con motivo del Día del Ferrocarrilero.
Francisco Landeros, ex jefe de estación entre los años 1958 y 1997, cuenta que como jefe inmediato tenía hasta 40 empleados. “(En mi trabajo) aprendí a usar el telégrafo, aprendí contabilidad para poder manejar los intereses de la empresa. Había muchos empleados: unos vendían boletos, otros atendían los fletes de carros, otros recibían el dinero. Al final de la jornada me entregaban los documentos para remitir el dinero diariamente a México”.
Félix Pérez García, ex inspector de ferrocarriles, quien viajó por todo el país levantando peritajes, comenta que como oficinista local, sus tareas eran encargarse de los carros, los furgones, los fletes. “Después, como inspector, conocí todo el país. Esa fue mi labor durante 14 años”, dice.
Miguel Sánchez, otro ex trabajador, narra que ser ferrocarrilero era algo que se heredaba: la mayoría de los trabajadores entraban por sus padres, tíos, vecinos o amigos, y los viajes y mudanzas recurrentes no eran nada extraño; los empleados de mantenimiento y sus familias se instalaban durante un año en algún pueblo y después partían. A Miguel no tener familiares le complicó su entrada al sector; sin embargo, un conocido lo recomendó y fue así como le dieron la oportunidad.
“Propiamente era extraño en ese ambiente. Pero ya después me fueron confiando trabajos”, platica este hombre, quien se encuentra jubilado desde 1986, luego de 21 años de servicio al país.
Los ex trabajadores señalaron, por separado, que la empresa ya no es la misma. El hecho de que una compañía extranjera administre estas pesadas máquinas de carga ha cambiado toda la forma de operar; el cambio más radical, coinciden, es que los trenes ya no transportan personas
“Desde que quitaron los trenes de pasajeros todo cambió. Era algo benéfico para toda la gente: el pasaje era muy barato y había mucha amplitud en los furgones de los ferrocarriles”, sostiene Landeros.
Miguel Sánchez señala que transportarse por ferrocarril “es lo más bonito que hay. Primero, porque conoce uno todas las estaciones del país, el tren hacía escalas; ahora los autobuses ya son directos. Es muy distinto, ya no se convive con la población”.
El trabajo que se hacía solía ser a mano, entre siete o nueve hombres que cargaban, transportaban, mantenían e inspeccionaban los rieles; poco a poco llegaron las máquinas a ayudar al hombre; sin embargo, poco a poco, lo sustituyeron.
“La labor (que hacía) era cambiar los durmientes, esos que les ponen para tender la vía. Antes eran de madera, ahora son de concreto. Todo lo hacíamos a mano y lo hacíamos entre siete u ocho trabajadores; después usamos un armón para levantarlo, y más adelante un motorcito de gasolina”, dice Antonio Silva mientras observa detrás de sí la estación donde laboró poco tiempo, ya que su principal zona de trabajo fue en La Viborilla, municipio de Colón.
Otro de los aspectos que recuerdan estos hombres, quienes ya rebasan los 80 años de edad, es la convivencia con sus amigos de la infancia: los hijos de otros ferrocarrileros. “Todo tiene un principio y tiene un final. Afortunadamente muchos de nosotros alcanzamos jubilación, pero lo que más añoro es la unión de tantos compañeros de trabajo que nos juntábamos y que desgraciadamente ya se nos han adelantado”, recuerda Félix Pérez.
“Mi papá fue ferrocarrilero y nosotros crecimos en la comunidad de La Noria, municipio de Colón, allí crecimos desde niños. Luego, seguí los pasos de mi papá. De ahí salí ya jubilado. Todo lo recuerdo como una cosa muy hermosa y muy bonita. Nosotros veíamos cómo el trabajo (de mi padre): haciendo vías, cambiando durmientes, poniendo rieles. En los accidentes, cuando un tren se caía, tenía que participar en reparar esos tramos que se destruían. Yo lo veía trabajar desde chico y eso fue lo que seguí y lo que hacía también”, agrega.
Antonio Silva, el segundo de tres generaciones dedicadas a los caminos de hierro, coincide con su compañero al decir que los vecinos eran más que simples amigos, se volvían como una familia.
“Extraño mucho la convivencia con mis compañeros, en ese lugar había grupos de trabajadores cada 15 kilómetros, pues nos daban tramos de 15 km a cada grupo para darle mantenimiento y conservarlos. En ese lugar sólo eran ocho o nueve casitas, donde estaban los trabajadores y el encargado; y vivíamos muy contentos, como una familia. Nos llevábamos bien todos los hijos de los trabajadores; había rancherías, pero muy retiradas, y nos reuníamos los niños a platicar y a jugar. Vivíamos muy bien, muy contentos”.
Sin embargo, no todo era fácil y el trabajo era de sol a sol cuando se ameritaba o cuando habían accidentes ferrocarrileros; sin embargo, todos los hombres recuerdan la importancia de su labor:
“Cuando uno está en esto se da cuenta de lo importante que es hacer que las vías funcionen; imagínate que, por no hacer bien tu trabajo, la carga no llega o se sale el tren. Era pesado, pero importante lo que hacíamos”, relata Juan Campa, un hombre que dedicó casi medio siglo a la labor de los trenes.
“Nuestro trabajo era pesadísimo: escarbar con picos y palas, cambiar los durmientes que ya no servían, nivelar la vía, arreglarla. Pesado, pero muy bonito. Ya todo se modernizó, pero me acuerdo de esos tiempos en que todo lo hacíamos a mano. Recuerdo todo lo de antes, pero eso ya se terminó”, finaliza Antonio, cuyo hijo ahora labora en Ferromex, como encargado de señalética.