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Miguel Campos conduce el camión en el que sube los tabiques terminados que lleva a vender a orillas de carreteras o terrenos baldíos, donde hay oportunidad. Entre las veredas de tierra, escombro y la hierba seca, sortea el paso junto a sus escoltas, El Pinky y Lucas, sus perros que lo siguen desde casa.
El ladrillo es uno de los elementos de construcción más antiguo. Desde las civilizaciones primitivas en Medio Oriente hasta las construcciones precolombinas de Mesoamérica se ha implementado diversas técnicas para su fabricación, pero siempre el agua, la tierra y el fuego son el común denominador en todos los tipos.
En las orillas de la comunidad de La Solana, en Santa Rosa Jáuregui, varias ladrilleras se encuentran dispersas entre la parte baja de dos montes. Ahí es común preguntar por los hornos ladrilleros y que la referencia sea el humo o los montones del producto terminado en el paisaje.
Desde la ladrillera de Miguel, se alcanza a ver el paso de camiones tipo tráiler por la carretera 57-D, que sirve de libramiento para los que buscan evitar la zona metropolitana de Querétaro. Campos de futbol y milpas recién jiloteadas dividen el espacio junto a la presencia de mezquites que dan sombra a los rayos de sol.
Al llegar a su ladrillera, baja la bomba para sacar agua del bordo. Desenrolla la manguera interconectada con el bordo y la lleva unos 10 metros para rociar el montón de tierra de barro y el aserrín.
Miguel prende la bomba pero la presión de agua no es suficiente para que llegue hasta la tierra, por lo que llega El Güero y le auxilia al acomodar la manguera para evitar que se enrede. Vuelve a encender la bomba, el agua sale por doquier, Miguel corre para acomodarla en uno de los surcos que formó con su azadón para que se acumule y se absorba a la parte baja.
Desde hace 15 años, se ha dedicado a la elaboración de tabique. Cuando era niño, seguía a su padre en la labor, interrumpida porque se dedicó a ser chalán de albañil y fierrero, oficios que dejó porque eran siempre temporales, a diferencia del ladrillo, en el cual el empleo es constante.
“La cosa es que he trabajado en otros lados y es inestable, laboras dos o tres meses y se termina. Antes era fierrero, chalán de albañil y aquí siempre hay empleo, puedes trabajar cuatro días y si tienes otras cosas vas y las haces porque hay tiempo de más, lo que más me deja es que a mi familia la mantengo”, asegura.
Con el agua suficiente, Miguel le grita a El Güero que apague la bomba para comenzar a suavizar el barro. Saca el azadón, se quita las sandalias y se mete en el surco que formó para batir el barro.
“El barro no debe ser muy chicloso, tampoco que esté muy arenoso, debe ir combinado porque si está muy pegajoso se truena el ladrillo y rompe; si está muy arenoso no pega, se desmorona”, comparte.
En el caso de Miguel, el proceso de mezclar el barro y el aserrín ha mejorado, debido a una máquina, producto del ingenio de un herrero de la comunidad del Capulín, que con un motor de inyección de gasolina, conectado a una banda y unas aspas, es posible echar el barro mezclado con aserrín, el resultado sale por el otro lado.
En otros años, tenían que estar descalzos, meterse entre el montón de tierra con su azadón y batir el lodo hasta por cuatro horas. Incluso algunos de los vecinos de Miguel siguen haciéndolo con sus pies y azadón en mano.
Otros tiempos
Como una rueda de la fortuna, Miguel le da vuelta a la banda que conecta al motor, enciende el molino y empiezan las primeras paladas de tierra y aserrín. Mientras tanto, Telio junto con otro joven levantan los tabiques que moldearon el sábado y los amontonan en las rejas, para que continúe el proceso de secado.
El Güero llena las primeras carretillas de la mezcla y se la lleva a Telio quien antes roció con agua y tepetate en el espacio donde colocarán los ladrillos, para que no se adhieran a la tierra, algo parecido a lo que los panaderos hacen con la harina que ponen en la tabla donde harán la masa.
Telio toma la rejilla, un molde de madera que contiene espacios donde colocarán la mezcla. El molde es para ocho ladrillos, cuatro en cada hilera, el que trae El Güero es de seis. Con cuidado miden el espacio, mojan la rejilla en una tina a la medida del molde y lo colocan en el suelo para echar la mezcla rellenando los espacios. Una regleta que se pasa en el contorno sirve para retirar residuos, se retira despacio el molde y se pasan a la siguiente hilera.
Si el clima favorece, el aire y la temperatura permitirán que el proceso de secado sea mayor. Cuando es temporada de lluvias, trabajar en las ladrilleras se complica ya que el tabique recién moldeado no se seca llegando a resquebrajarse.
Al llevar el ladrillo al horno, Miguel ha modificado los materiales que utiliza para no contaminar el ambiente. En la época de su padre, era común usar aceite quemado, llantas y plásticos, pero con disposiciones como la Norma Oficial Mexicana 085 enfocada a la contaminación atmosférica han optado por materiales como la leña.
“Antes en la cocida usaban hasta llantas para acabar pronto, aceite quemado y ahora lo hacemos con desperdicio de madera, hacemos conciencia porque estamos acabando el planeta y se está contaminando y con la leña ya no es tanto”, dice.
En los años que lleva dedicado a la fabricación del ladrillo, la época en la que se complicó el negocio al grado en que los habitantes de la comunidad dejaron la actividad fue entre 2009 y 2010. En la actualidad, la venta del ladrillo va en aumento, ya que al menos los millares que producen los venden rápido.
“La venta está mejor que en 2009 y 2010, sí está barato pero no se queda ni se estanca, el que vas haciendo lo vas sacando. Prácticamente si haces 20 mil tabiques en tres semanas salen, antes tenías que dejarlo, una hornada de 10 mil”, comenta.
El Güero va donde se encuentra Miguel que suaviza el barro y el aserrín. Necesita otro viaje en la carretilla con el lodo, mientras Tulio le da una lavada a su rejilla, se lava las manos y respira un poco antes de continuar con el moldeado de las hileras de ladrillo.
Miguel revisa los ladrillos enrejados, las hileras secas continuarán su proceso; sin embargo comenta que en cuatro días serán metidos al fuego para que se forjen y estén listos para amontonarlos en el camión que por la posición del sol apenas da un poco de sombra a Pinky y Lucas, que están echados y sin aspavientos, descansan.