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Los hermanos Fidel y Marcelo Álvarez Ramírez, son los últimos pifaneros que sobreviven en Santa María Magdalena, comunidad indígena del municipio de Cadereyta. Ni los jóvenes ni los niños se interesan por seguir esta tradición, que une la música de una flauta de carrizo con un pequeño tambor hecho de cuero, sonido típico para las fiestas, procesiones y velaciones; lo mismo ocurre con el otomí, en el pueblo son pocos, dos o tres personas, las que saben hablar la lengua y nadie más está interesado en aprender.
“Cuando tuve pensamiento, había como 25 o 26 personas que eran músicos en el pueblo y se fueron acabando, ya no hay más que nosotros, yo le enseñé a tocar mi hermano, también a otro vecino también, pero la gente que no le hecha ganas no se oye bien lo que toca. Podemos decir que somos los únicos pifaneros del pueblo y ya, está la otra parada [así se le llama a otros dos pifaneros] pero ellos no”, comentó.
De a poco fueron desapareciendo los músicos en el pueblo, Fidel agarró la flauta y el tambor hasta que su padre se lo pidió. “Mi papá también era pifanero, cuando se fueron los otros, me dijo: Qué haces, ya no tengo con quién tocar y viene la gente a invitarme a una velación, porque nosotros tocamos en procesiones, velaciones y nos gusta salir a los pueblos alegrar a la gente. Así comencé”, relató.
La música para Fidel es algo extra en su vida, “es como un deporte, algo así como si fuera pelotero, mi mero trabajo es ser artesano”.
De su padre también aprendió la alfarería, se dedica a elaborar y vender ollas, cazuelas, cajetes para el mole, jarritos para el café y agua, molcajetes y comales, todo hecho con barro y de forma tradicional.
Sin embargo, lo que no aprendió de sus padres fue hablar otomí. “Antes no me hacía falta hablar en otomí, ahora me necesito hacerlo porque sólo entiendo unas cuantas palabras, luego me llego a encontrar otra persona que sabe bien hablar y ahí ya me quedo en silencio, porque ya no les sé contestar. Mis papás, mis abuelas, mis abuelos, mis suegros, todos hablaban otomí, estando uno de joven no le hace uno caso a esas cosas, como la escuela, antes no era muy necesario que fueran a la escuela porque yo no fui”, confesó.
Marcelo tampoco hizo esfuerzos por aprender el otomí, de muy joven se fue a trabajar a Cadereyta y ahí lo que necesitaba porque se habla español más que la lengua indígena.
¿Qué pasará en el pueblo de Santa María Magdalena cuando termine la música de los pifaneros y se vayan los últimos hablantes del otomí? Fidel y Marcelo no saben la respuesta.