Daniel Alejandro, o el payaso Cigarrín, toma las tres pelotas de tenis y comienza a malabarear con ellas mientras emite un silbido para llamar la atención de los automovilistas que circulan por la calle de Arista, en su entronque con Universidad. El hombre, de 40 años de edad, dice que agradece a Jehová la oportunidad de ganarse la vida con dignidad y que lo sacó de un mundo de drogas y excesos, tratando de ser mejor ser humano para poner un ejemplo a sus hijos.

El hombre, vestido con camisa a rayas y pantalón multicolor, en el que lleva un cinturón de figuras hechas con globos, camina entre los vehículos, de donde ocasionalmente sale una mano con un par de monedas que Cigarrín mete a uno de sus bolsillos.

A un costado de las rejas de un colegio particular, una mochila negra y un refresco de un litro marcan el lugar de trabajo de Daniel, quien dice que le gusta mucho trabajar, ayudar a su familia y enseñarlos a hacerse responsables.

Padre de cuatro hijos, el menor de ellos, de siete años de edad, Daniel señala que su jornada está marcada por lo que reciba de dinero, pues su objetivo diario es juntar 200 pesos. Tras lograr su meta, su día está cumplido.

Mientras charla, conductores, particulares, taxistas y operadores de camiones lo saludan a lo lejos. Él responde con otro gesto similar. Sin embargo, no son pocos los automovilistas que al verlo se apresuran a subir el vidrio o sencillamente voltean a otro lado para evitar el contacto visual o negarle una moneda.

“Sea lo que sea, nos lo tenemos que ganar [el sustento]. Así lo predicó Dios: te ganarás el pan con el sudor de tu frente”, dice Cigarrín mientras espera la luz roja del semáforo para continuar con su actividad.

La vida de Daniel no ha sido sencilla. Ha tenido que ganarse el sustento de diferentes maneras, incluso algunas, indica, no muy adecuadas. Narra que en el pasado estuvo sumido en adicciones, las cuales lo llevaron a terminar una relación con una joven con quien iba a contraer nupcias, aunque ello no impidió que luego formara una familia con María Julia Hernández.

Comenta que su hijo Daniel trabaja como vigilante, estudió sólo hasta la secundaria, pero “estaba en malos pasos”. Cayó en las drogas. “Le dije: ‘Corrígete, quiero que te hagas responsable, porque te estoy poniendo una muestra de lo que yo soy. He tenido bajas. También agarré las drogas, me juntaba con vándalos, empecé a conocer mujeres… me ha caído de todo’”, asevera.

Con una peculiar forma de ver la vida, indica que las drogas y el alcohol no son malos en sí, pues lo que los hace dañinos son las propias personas que suelen consumirlos en exceso, a tal punto de poner en peligro su vida.

La mañana nublada ayuda a Cigarrín a trabajar en el crucero, situación que hasta hace unos años era poco común en Querétaro, donde las intersecciones y semáforos lucían sin artistas urbanos o trabajadores de la calle, como limpiaparabrisas, vendedores y niños, entre otros. Actualmente ya son muchos los cruceros que están ocupados por esta comunidad urbana que antes sólo se veía en algunas ciudades del país.

Cigarrín repite la rutina una y otra vez para sus públicos, diferentes en cada alto, pero que quizá sea el mismo de todos los días. Algunos lo saludan, le gritan por su nombre, silban para llamar la atención. Daniel voltea, siempre habrá alguien conocido: un amigo o un rostro familiar.

Lo conocen y eso lo llena de satisfacción, pues dice que no son pocos quienes se acercan a él para platicar. De charla ligera y una extraña facilidad de palabra, Daniel habla un poco de su vida personal. Dice que nació en McAllen, Texas, pero que su madre regresó a México, traída por su abuelo, ya que pensaba que sufría mucho en la Unión Americana.

Agrega que en realidad nunca ha dejado las adicciones, pero las ha controlado, en buena medida por “los hermanos”, los testigos de Jehová, quienes le abrieron los ojos y entró a la casa de Cristo, donde le dieron consejos y orientación sobre quién era.

El ruido de los motores molesta y el olor a diésel quemado llena los pulmones. A la larga esa exposición a los contaminantes pasará factura. Mientras, Daniel dice que a raíz de esta experiencia mística se siente más tranquilo, ya no carga ese peso que traía consigo desde hace mucho, desde que le abrieron la mente y le mostraron cómo debe de vivir y su camino en este mundo.

“Ya no tomo en mi casa, ya no agredo a mi familia. Si quiero hacer una cosa, la hago en secreto. Si quiero pedirle a mi hermano Cristo, lo hago en secreto. Ya no poseo esa arma con la que hacía el mal. Ya no poseo ese cuchillo con el cual robaba. Ya no tengo aquella banda con la que me sentía capaz de molestar a la gente”, subraya.

Daniel añade que le hubiera gustado formar parte de las Fuerzas Armadas, pues le gusta todo lo relacionado con la milicia, pero no tuvo la oportunidad. Quizá ese no era su destino, su cruz. Tal vez su cruz era estar en una esquina, con la cara maquillada, haciendo malabares, pues afirma que Dios lo cuida.

En un momento Daniel parece pasar de Cigarrín al pastor Daniel. Habla con vehemencia de Jehová y de la fe que siente a su dios. Habla de sus hijos, con quienes dice, habla mucho, pues por medio de sus consejos el mensaje llega a su corazón, tal como le pasó a él, quien poco a poco aceptó las predicaciones que le hicieron años atrás.

Daniel acepta que por el exceso de drogas su cuerpo no es el mismo, pero confía en que pueda darle una vida mejor a su familia. “Ahorita de grande ya los sueños se me quitaron”, acepta.

Agrega que le está agradecido también con “los ricos”, pues gracias a lo que le dan en el crucero puede sobrevivir y llevar algo de comer a su casa, a sus hijos.

Cigarrín vuelve a la rutina, regresa a los malabares con las pelotas de tenis, esperando que los conductores le den una moneda, al menos una sonrisa, para que valga la pena el día.

Cuando la luz del semáforo cambia, Cigarrín regresa a la banqueta, se recarga en un poste para tomar un respiro, para volver a empezar, para esperar que haya mejor fortuna. Daniel no desespera, tiene fe en Dios.

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