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Adriana Castro de Alverde no cambia el tono de voz, aunque sus ojos se humedecen cuando recuerda el trance por el que pasó. “Pensaba que ya estaba blindada, porque cuando pasas una pena tan grande (como perder un hijo) crees que te blindas para todo. Nunca pensé que fuera a ser cáncer”, señala la fundadora de la Asociación Ale, especializada en ayudar a personas que requieren trasplantes, quien hace casi tres años experimentó lo que significa estar del otro lado de la mesa, entender al paciente desde el paciente.
Adriana llega apresurada a las oficinas de la asociación que fundó el 2004 luego de la muerte de su hijo, lo que le inspiró a crear la institución de asistencia privada que lleva su nombre a manera de homenaje. Se disculpa por el retraso con una sonrisa. Viste jeans negros y una blusa blanca a rayas negras, con zapatos de piso, con comodidad, como cualquier ama de casa.
Pide al personal que está en las oficinas que la apoyen haciendo algunas tareas propias de la asociación. Está feliz porque el Senado de la República aprobó que todos los mexicanos sean donadores tácitos de órganos, a menos que manifiesten lo contrario.
Platica de la asociación.
Su voz suave no cambia cuando recuerda su problema de salud.
“Tuve cáncer de mama. Ale muere en 2004, todo iba muy bien, y en octubre de 2015, fue como un 10, 12 de octubre, me encontré una bolita en el pecho y nada. La verdad es que pensé que ya estaba blindada, porque cuando pasas por una pena tan grande crees que ya te blindas para todo”, indica.
Relata que cuando llegó con los doctores, le dijeron que era imposible que fuera cáncer, pues el tumor era muy pequeño, dándole medicamento para disolver “la bolita”, pues no tenía vasos sanguíneos que lo conectaran (característica de los tumores malignos).
Al mes de recibir tratamiento médico “la bolita” seguía ahí, por lo que el doctor decide extirparla, mandando a biopsia el cuerpo, que no presentaba células cancerosas, pero alrededor sí había la presencia de las mismas, noticia que recibió una semana más tarde cuando regresó a consulta con su doctor.
Presentimiento.
Desde que vio al médico tuvo un presentimiento. Cuando le preguntó al galeno, recuerda, qué seguía en su tratamiento, el doctor le dijo: Adriana, es cáncer. “¿Sabes que cuando te dicen que es cáncer inmediatamente ves a la calaca? Me está doliendo el estómago de contarlo”.
Comenta que le pidió un minuto al médico para llamar a su esposo, quien no le contestó las dos llamadas que le hizo hasta que le mandó un mensaje donde le informaba que padecía cáncer. Al otro día la programaron para cirugía.
“Salí del consultorio. Me eché agua en la cara, y me pregunté si era verdad, si era cáncer. Me dan ganas de llorar de acordarme de mi cara en el espejo”, apunta.
Precisa que ella nunca vio al cáncer cercano o como una posibilidad, pero se presentó de manera intempestiva. De estar acostumbrada a ayudar a la gente con problemas de salud, ahora se encontraba del otro lado, luchando por su vida contra la primera causa de muerte de la mujeres mexicanas.
Adriana, con ojos húmedos, recuerda que los peores días de su vida los vivió en el hospital, pues sufría de dolores terribles, incluso ir al baño era una experiencia dolorosa.
Pasaron un par de meses, y aunque el médico le dijo que no sería necesaria quimioterapia, al final se tuvo que someter a la misma, pues en sus exámenes aparecieron células cancerosas.
Se sometió a 12 sesiones “leves” de quimioterapia, y a cuatro “fuertes”. No tenía miedo al tratamiento, temía al cáncer. Todos los miércoles durante tres meses sabía que tenía una cita con la quimioterapia.
“Pasando la caseta de Tepozotlán se me salían las lágrimas, porque sabía que no la iba a pasar muy bien. Me tenían que poner en el catéter la anestesia local para que la punzada no fuera tan fuerte”, añade.
Apunta que la experiencia le sirvió para hacerse más fuerte y aceptarse un poco más. “No es que las personas tengamos a alguien bueno y a alguien malo. Tenemos el complemento perfecto para al menos intentar ser perfectos, porque para eso venimos a esta tierra. No es que lo seamos. Está a años luz de lograr la perfección, pero no importa. Vamos a luchar”, añade.
Sentirse vulnerable, débil a tal extremo de no poder preparar el desayuno para sus hijos, la hizo comprender un poco más a sus pacientes en la Asociación Ale.
“Pensaba en ellos, cuánto les decía que no los quería ver en silla de ruedas. Exigente con ellos y me decía: Adriana, para eso te enfermaste, para tocar fondo y entender al paciente desde el paciente”, subraya.
Precisa que antes pensaba en la familia de los pacientes, quienes podían sufrir en cualquier momento, pensaba en las mamás que podían perder a sus hijos. “Les decía a los pacientes: ahora los entiendo desde ustedes, y no necesariamente tienen que ser fuertes siempre. Se vale decir ‘no me molesten, denme chance’.
“Ahora lucho con mucho más ganas por mover lo que se tenga que mover por ayudar a los pacientes, porque ahora que veo al paciente desde el paciente, y a la familia desde la familia”, enfatiza.
La enfermedad pasará.
Adriana golpea con la palma de la mano la mesa, cuando dice que ahora está bien, que en los estudios que le han hecho no muestra rastros de cáncer. La mujer de 43 años ríe y recuerda que tras su tratamiento y con el diagnóstico de que estaba bien, se fue de vacaciones con su familia, que se merecía un descanso luego del periodo de estrés que pasó por la enfermedad. Agradece estar “más viva que jamás”.
“Los días se me hacen cortos, las horas no me alcanzan. El mensaje a la gente que está enferma sería decirle que va a pasar (mientras golpea con la palma de la mano mesa) tiene que pasar, y vas a estar bien, y vas a disfrutar más incluso un atardecer”, puntualiza.
Adriana se ve en el mediano plazo “soltando” a sus hijos, trabajando en la Asociación Ale, ayudando más a quienes necesitan apoyo. En el largo plazo se ve como abuela, pues desea tener muchos nietos y cocinarles todos los días, al lado de su esposo, quien con ella vivió su enfermedad y siempre estuvo a su lado.