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“A veces si pienso en qué voy a hacer allá afuera. Aquí sólo imagino ese momento, en lo qué voy a hacer cuando salga, cuando quede libre pero nada más en la mente, viajando; mientras tanto dejo que pase el tiempo”, dice Óscar (nombre ficticio), un interno del Centro de Internamiento y Ejecución de Medidas para Adolescentes (CIEMA).
Al igual que los 50 compañeros con quienes convive todos días desde hace algunos años, Carlos toma clases en uno de los talleres que se ofrecen en el centro para menores. Cuando salga, dice, le gustaría seguir en la carpintería, hacer muebles y venderlos para sostenerse a sí mismo y a su familia.
El CIEMA está ubicado a unos 20 kilómetros del centro de la ciudad de Querétaro en la carretera rumbo a la comunidad de Chichimequillas. Su tamaño es considerablemente más chico a comparación de los edificios que lo rodean: el Cereso varonil y el Centro de Readaptación Social para Mujeres.
Son las diez de la mañana y el cielo es azul, despejado, sin ningún rastro de nubes. La primera persona que recibe a los reporteros de EL UNIVERSAL Querétaro es Azalia Camarena Cabrera, encargada de despacho de la dirección del CIEMA.
La oficina de recepción divide al edificio en dos partes. Del lado izquierdo, se encuentran algunas oficinas, donde se imparte el programa de seguimiento para aquellos chicos que ya terminaron de cumplir su sentencia o para aquellos, cuya pena los exime de entrar al Centro de Internamiento, pero sí a someterse a una supervisión de su conducta.
De lado derecho se encuentran las instalaciones del Centro, separado de la recepción por tres pequeños cubículos de concreto con puertas grises de fierro, vigiladas siempre por oficiales.
Afuera, en el patio, el cielo azul, los rayos del sol y las bardas perimetrales rodeadas de alambres de púas son las características de las instalaciones. ¡Firmes ya!, grita un contingente de 10 chicos quienes se encuentran formados con las manos en los costados.
“Es el orden cerrado”, explica Azalia; una actividad que realizan los chicos en el patio de concreto hasta la una de la tarde. Aunque su origen es militar, aquí es más “relajado”, asegura el oficial que nos acompaña.
Mi libertad la encuentro cuando rapeo
“En un cerrar de ojos, tu suerte puede cambiar
cuando abras los ojos de esa inmensa oscuridad
tu peor pesadilla, acaba de comenzar
años tras las rejas te pueden condenar
date cuenta que este no es un sueño, es real
en esa mala situación ahora estoy viviendo
parece que fue ayer cuando yo era un niño
un montón de recuerdos que se fueron al olvido,
ahora estoy atrapado en un celda del presidio”
La voz que canta pertenece a “Kike”, uno de los 50 chicos residentes del Centro de Internamiento. No tiene más de 20 años, le gusta escribir y sobretodo “rapear”. Lleva seis meses tomando cursos de artes plásticas, le gusta la fotografía y hace poco, junto con sus compañeros, se encargó de musicalizar un pequeño video del tutelar.
“Aquí nos enseñaron aerografía y a plasmarla en camisas, stickers, folders, papel, en termos de aluminio y plástico, dice “Kike”, mientras explica el material colocado sobre las mesas. Una de las playeras incluye su sello, un graffiti de color arena que representa la marca que le gustaría patrocinar una vez que salga, así como una leyenda: “Soy un reo; mi libertad la encuentro cuando rapeo”.
En medio del salón, sobre unas mamparas de tabla roca, está el material fotográfico de los jóvenes. Rosarios y vírgenes de Guadalupe resaltan en muchas de las imágenes. Una fotografía muestra un candado sobre una reja y en otra hay dos pares de tenis. Un par de zapatos de color blanco están sobre una banqueta y otro par de color negro están en el suelo. Esta fotografía le recuerda a “Kike”, los “tiempos de antes”, del “desmadre” cuando caminaba por malos pasos.
Detrás de la reja custodiada por guardias, están los otros salones. En uno de ellos se escucha el sonido de martillos. En el cuarto de al lado una maestra explica álgebra a un grupo de 20 jóvenes y en otro unos acordes de guitarra se escuchan a través de las paredes.
La rutina para todos inicia desde las ocho de la mañana, una hora privilegiada a comparación de lo establecida para los hombres y las mujeres que están en los ceresos que nos rodean, dice Azalia.
La mayoría cursa la escuela, desde la educación primaria hasta la preparatoria. Las clases terminan a la una de la tarde, hora en la que los chicos comen y regresan a las dos a los talleres, la biblioteca o el gimnasio, donde se mantienen hasta las cuatro de la tarde.
La implementación de este tipo de cursos formó parte de los requisitos para la acreditación del centro por parte de la Asociación Americana de Prisiones (ACA, por sus siglas en inglés) que el CIEMA recibió recientemente.
Un olor a fierro quemado se percibe en uno de los salones del fondo, es el taller de herrería donde se les enseña a los chicos a trabajar con material en frío y el reciclaje de piezas.
Sobre un armario naranja de metal, hay una lámpara hecha con una cadena y el armazón de una llanta de bicicleta, a su lado hay un dragón hecho del mismo material y pintado con aerosol plateado.
En este taller se encuentra la única mujer de todo el Centro de Internamiento “Iris”, una chica que cumplió hace poco la mayoría de edad. Según explica Azalia, a su lado siempre hay un guardia vigilándola. El contacto que mantiene con los otros chicos es limitado, sólo convive con ellos durante los talleres y la comida. Duerme todas las noches, sin excepción, en un cuarto separado.
Al igual que la mayoría de los compañeros “Iris” diseña una rosa con los clavos. Usa una chamarra gris y un gorro color morado sobre su cabeza. Su cabello castaño y rizado está suelto, y sus ojos son de un color marrón oscuro. Sobre su mano derecha, una herida con forma de M sobresale de su piel. La herida se ve reciente.
Familias comprometidas
“Practicando pintura llevo casi tres años. Aquí me enseñé a dibujar, después empecé a pintar al óleo y ahorita ya uso distintas técnicas”, dice “Óscar” sentado en una silla de madera, mientras toma uno de los pinceles colocados en una paleta con pintura negra y azul.
“Empecé como un pasatiempo, para distraerme. Después vi que me salía muy natural y lo empecé a ver como un trabajo. Además que lo hago para entretenerme, y es algo que me gusta y además me pagan por hacerlo”, comenta el chico, que hace cuadros por encargo.
Una de las pinturas que le encargó una familia, es la figura de una mujer con el pecho descubierto y un sombrero de charro. Actualmente trabaja en una pintura de una rosa sobre un tapiz de tela de 60 centímetros de alto.
“Aquí una sola persona me enseñó y es de lo único que he aprendido y es lo único que sé hacer. Me gustaría conocer a otras personas, que tengan otras técnicas”, agrega, al mencionar que a sus compañeros, no les interesa tanto aprender pintura al óleo y prefieren estilos más urbanos como el graffiti.
En el taller de pintura no hay un encargado como tal. Uno de los chicos que salió del centro, fue quien le enseñó las diferentes técnicas de pintura a sus compañeros, entre ellos a “Óscar”, quien pasa la mayoría de sus días en este salón.
“Mucho de este alejamiento, cuando el adolescente se encuentra en reclusión, ayuda mucho, porque empiezan a tener una perspectiva diferente de su propia vida y de la vida que quieren”, dice Perla Navarrete, psicóloga del Centro de Internamiento.
El problema principal al que se enfrentan los jóvenes, explica la psicóloga, es la adaptación, pues llegan a vivir con diferentes personas, lejos de su familia, su círculo social cercano y bajo una normativa diferente.
Muchos de los medios en los que se han desarrollado estos jóvenes, son medios proclives al consumo de drogas ilícitas que enganchan a los chicos y con esto, aumenta las posibilidades de que se vuelvan transgresores, dice Navarrete, quien explica que en ocasiones la familia inclusive es un factor de riesgo, cuando no existe control o límites.
“Tenemos muchas familias muy comprometidas con sus adolescentes que no estuvieron con ellos no por una cuestión de poco amor, sino de ignorancia, de no saber cómo comunicarse”, agrega. “Son muchos los temas que trabajamos no sólo con ellos, sino con toda la familia”, concluye.