“No somos un club gay. Somos una iglesia de puertas abiertas que quiere recibir a todas aquellas personas que fueron excluidas de sus comunidades”, dice el pastor Héctor Gutiérrez, de Jalisco, a los feligreses de las Iglesias de la Comunidad Metropolitana que escuchan el sermón dominical, en el servicio religioso de esta iglesia donde caben todos los integrantes de la diversidad sexual, cuyo altar es coronado con una imagen de Jesucristo y la leyenda “Él no discriminó. Nosotros tampoco”.

En un pequeño domicilio en el primer cuadro de la capital queretana se reúne la comunidad de la diversidad sexual, para escuchar la palabra. Unos 25 feligreses se dan cita. La mayoría son hombres. Una pareja de mujeres, con sus gemelos de no más de seis meses de nacidos y una mujer transexual, completan el grupo que se reúne un mediodía de un domingo frío.

Al frente, el pastor lee las lecturas que corresponden al día. Luego, el Evangelio, al que sigue la homilía dominical. “Ser cristiano es ser otro Cristo… ¿Somos realmente presencia de Dios para los demás?”, afirma mientras afuera se escucha la sirena de una patrulla que pasa por la calle.

Mateo 18:20

Los presentes escuchan con atención el sermón dominical en el pequeño recinto acondicionado como templo para la ocasión. Uno de los bebés de vez en cuando se inquieta, por lo que una de las mamás se levanta a pasearlo. Da resultado, se tranquiliza en poco tiempo.

El pastor afirma que es necesario comprometerse “a ser mejor hermano. Suele suceder que los que decimos que estamos más cerca de la religión, somos los que a veces damos más muestras de falta de amor”, asevera, al tiempo que recuerda que uno de los primeros credos del cristianismo era uno que decía que pedían perdón por los actos que hicieron al margen del amor.

También resalta el papel de la virgen María en el credo, una María comprometida con las causas justas, con los más pobres, con los que su hijo convivía y predicaba la palabra de Dios. “Muchos tenemos a Dios en la cabeza. Somos expertos en temas teológicos y hemos estudiado en grandes universidades, pero a veces nos falta seguir el testimonio de lo que dice Jesús. No son los principales los que van a entrar al Reino de los Cielos, son aquellos que son excluidos. Y hay muchas personas que se dicen ateas, pero tienen a Dios en el corazón”, enfatiza.

Mateo 5:10

Algunos feligreses asienten con la cabeza lo que el pastor explica a la comunidad, una comunidad que encuentra en este sitio una guía espiritual, donde pueden estar sin temor al rechazo, a la discriminación, donde pueden ser ellos, libres, sin miedos.

En un santuario. Incluso la atmósfera es diferente, al interior hay calma, no hay discursos de odio. No hay condenas ni manifestaciones de intolerancia. Los hombres y mujeres presentes ahí sólo quieren escuchar la palabra, escuchar la homilía del domingo, para luego regresar a sus actividades, ya sea el trabajo, ir a casa a descansar o reunirse con la familia o los amigos.

“Somos una iglesia cristiana que abre la mesa, porque entendemos que este altar no nos pertenece, es de Jesús y nosotros estamos participando. Cuando de veras creamos la grandeza que Dios pone en nuestras manos por el Espíritu Santo que nos ha dado, entonces haremos, como dice El Evangelio, milagros más poderosos”, subraya.

Un hombre que pasa por la calle, al ver la reunión, pregunta a unos de los presentes qué hacen ahí. Recibe como respuesta que es una iglesia. Incrédulo, el hombre da media vuelta y se va. Su caminar trastabillante denota que no está del todo “en sus cinco sentidos”.

Llega el turno de la reverenda Margarita Sánchez de León, quien llama a varios de los presentes a participar en la consagración de los alimentos, en un rito similar al católico, sólo que no es un altar, es una mesa, sencilla. Hay dos cáliz, dos sirios, una biblia y una imagen de Cristo.

Se hace la consagración, recordando a aquellos que siembran la tierra, que hacen posible que se tengan alimentos en las mesas. Luego pide que todos los presentes levanten las manos, para consagrar el pan y el vino.

“Damos gracias, oh Dios, que este pan y este vino se conviertan para nosotros en vida plena, en tu cuerpo y en tu sangre, que representan revelación de un nuevo tiempo, esperanza para aquellos que no la tienen. Luz en medio de la oscuridad. Que así sea”, dice.

La comunidad se une en un Padre nuestro. Todos, en coro, rezan la oración que El Maestro dejó a sus discípulos.

Todos los asistentes están llamados a la mesa. La reverenda señala que no hay impedimentos para que se queden sin participar de la cena, “pues esta mesa le pertenece a nuestro amigo, a nuestro salvador, a nuestra esperanza, Jesús. Que no haya razón para no venir. Todos y todas somos invitados”.

De uno en uno, los feligreses, aquellos que no pueden comulgar “por vivir en pecado”, aquí están en libertad de hacerlo. Lo hacen, se acercan a la mesa y toman parte de las hostias, que mojan en el vino. Los cánticos de alabanza se hacen presentes, mientras la comunión se lleva a cabo.

Juan 15:12

El servicio religioso termina, pero los presentes aún no se van. Escuchan unas palabras más de los reverendos presentes, quienes pasan y saludan y abrazan a cada uno de los integrantes de la comunidad, para reforzar la unión, para crear lazos en un grupo que sistemáticamente ha sido rechazado por otras instituciones religiosas y que encuentran en las Iglesias de la Comunidad Metropolitana un oasis, un lugar donde pueden encontrar el refugio espiritual que la mayoría de los seres humanos necesitan.

Como en todo templo, al final, todos se saludan, platican de las novedades de la semana, preguntan por algún familiar o vecino, mandan saludos a los ausentes o sencillamente intercambian un “buenas tardes”.

El pequeño domicilio es desocupado poco a poco. Sólo los pastores se quedan a charlar con algunos activistas de la diversidad sexual. Tiempo después el lugar queda solo y en silencio, en espera del próximo servicio.

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