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Hace algunos ayeres dejaron de ser niñas, pero recuerdan esos días. A sus mentes vienen los juegos, los amigos, los días de escuela, pero si pudieran regresar sólo por un día a la infancia lo harían para vivir esos días en familia, al lado de sus padres y hermanos.
María del Carmen Sánchez Valencia está por cumplir 65 años. Acude a la Casa del Jubilado y Pensionado Queretano a tomar algunos cursos. Más queretana no puede ser, pues nació en el Hospital General, y ha vivido toda la vida en la calle de Emilio Carranza, en el primer cuadro de la ciudad.
Niñez con mucho cariño. Sentada en un sillón un uno de los pasillos de la Casa del Jubilado, María del Carmen hace un viaje al pasado. Cierra por unos segundos los ojos y recuerda que su niñez fue muy bonita, porque se crió como niña única en una casa donde su mamá trabajaba y había sólo adultos mayores. En ese entorno, dice, fue muy querida.
“Eran cuatro adultos mayores, dos muy mayores y una joven de la edad de mi mamá, que fue mi madrina y maestra. Muy querida por todos”, indica.
Vestida con blusa color vino y pantalón blanco, María del Carmen dice que de sus recuerdos más antiguos y entrañables son la Navidad, cuando su madrina le dejaba regalos a nombre del Niño Dios, como le decía su madrina, además de los Días de Reyes, pues aunque eran regalos sencillos, siempre tenía mucho más que los vecinos, pues ella, al ser hija única, recibía todos los presentes.
La voz de María del Carmen es suave, dulce, platica y sus palabras son como arrullo. Recuerda que un año no le trajeron nada, más que un suéter que no le gustaba. Junto al suéter había una carta donde los Reyes Magos le decían que se había portado muy mal, pero tenía oportunidad para el 2 de febrero, cuando otra vez el Niño Jesús regresaba, y tal vez tuviera juguetes, “ese es un recuerdo que no se me olvida”.
María del Carmen dice que fue a la escuela Vicente Riva Palacio, donde los maestros eran dedicados a su labor docente, además de que la escuela era de doble tiempo, pues en la mañana era la educación académica, luego regresaban a casa a comer para retornar por la tarde nuevamente a la escuela, donde les enseñaban a coser, tejer, cocinar, una educación integral.
También recuerda que en la escuela los ponían a barrer y recoger los salones, lo que les gustaba, ya que se mojaban y hacían “tiradero, fue una época muy bonita”, refiere María del Carmen.
La feria en el cerro de Las Campanas. Agrega que la ciudad era totalmente distinta a como es hoy en día. Apenas era el primer cuadro de la capital, era mucho más tranquila. Ir al cerro de Las Campanas cuando era la feria era irse caminando por la universidad, cuando apenas era sólo el río.
Avenida Tecnológico era una bosque, muy bonito, que había que cruzar, para llegar al Cerro de las Campanas. Algo que actualmente es inimaginable, pues la ciudad ahora es una urbe que llega más allá de los límites de 5 de Febrero.
Las tardes de esos días se pasaban en la calle, donde podían jugar tranquilamente a los encantados, a la roña, al cantarino, la cebollitas, al bat, a los listones, donde los pequeños corrían y se ejercitaban, aunque no los dejaban pasar de avenida Universidad, pues el río siempre estuvo muy oscuro, por lo que no podían pasar de la esquina, pues le decían que en el río estaba la Llorona, o el Soldado sin Cabeza, todas esas historias para que los pequeños no se alejaran mucho de casa, pues cuando empezaba a caer la noche las calles eran más oscuras que hoy en día, ya que las luminarias eran menos la ciudad.
Pese a ello, María del Carmen rememora esa época como bonita, pues aunque los foquitos apenas alumbraban se les permitía salir. “De repente sólo salía la mamá y le gritaba a fulanito o sutanito, y todos corríamos para adentro de las casas y ya, a dormir”.
Desde niña supo que quería ser enfermera. María del Carmen piensa lo que va a decir, medita su respuesta. Luego de unos segundos dice que le gustaría volver a ser niña para volver a jugar a los doctores, pues desde muy chica recuerda que en su casa hubo siempre enfermos, por lo que recuerda que siempre había una enfermera, y eso la motivo para decir que sería enfermera. y así lo fue.
Ahora está jubilada, pero no por eso dejó las actividades, pues ahora es terapeuta de acupuntura, terapias que da en compañía de sus amigos, como una especie de labor social.
En otro salón de la Casa del Jubilado se escucha música y las voces de varias personas. El espacio es ocupado por un taller de manualidades. Cuatro mujeres mayores y un hombre están dentro. Los materiales ya se guardaron.
Las voces se amontonan, pero dicen que podían salir a la calle a jugar quemados, encantados, los papás podían estar tranquilos porque sus hijos estaban seguros en la calle.
Tres de las mujeres que están en este taller no son queretanas. Dos de ellas vienen de la Ciudad de México, una más llegó a Querétaro proveniente de San Francisco del Rincón cuando tenía apenas nueve años de edad, por lo que se considera más queretana que de otro estado.
Además, dice que entonces se hacían amistades de toda la vida, a las que recordarás para siempre, con quienes salían a jugar a la calle, además de que los mismos niños hacían sus propios juguetes, usaban mucho la imaginación y la creatividad, mientras que ahora los niños piden objetos de alta tecnología.
Sara Lozano, oriunda de San Francisco del Rincón, Guanajuato, llegó a los nueve años de edad a Querétaro, por lo que ya se considera de este estado luego de muchos años. Carmen Dávila, de la Ciudad de México, pero con 21 años de residencia en Querétaro, tiempo suficiente para sentirse ya “hija de la Corregidora”, y María Esther Ortega, quien también es originaria de la capital del país y 23 años de vivir aquí.
Querétaro más tranquilo. Sara, mujer alta y delgada, con la energía y alegría de una mujer de 30, dice con voz fuerte que Querétaro, durante los años de su niñez era otro muy tranquilo. Con sus nueve hermanos salía a jugar a Plaza de Armas, a la conocida coloquialmente como La Fuente de los Perritos, aunque tenían que huir cuando se acercaba el policía para sacarlos.
Las tres mujeres, en un instante, regresan en el tiempo, recuerdan cuando asesinaron a John F. Kenedy y, en su adolescencia, cuando el hombre pisó la luna y el movimiento estudiantil de 1968, pero eso lo cambiarían las tres mujeres por una tarde con sus padres y sus hermanos.
Las tres coinciden que eso sería lo que les gustaría volver a vivir de la época más feliz para la mayoría de los seres humanos, cuando los días eran largos y lentos y las preocupaciones eran mínimas.