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José Felipe Zamudio Muñoz dice que se siente muy a gusto en su “oficina” haciendo su trabajo. El hombre, pensionado del gobierno federal, graba y diseña lápidas en el panteón Cimatario. Dice no temer, siente pena por las personas que ya han muerto, “que se nos adelantan, es un mandato divino… espantan los vivos”, dice.
Comenta que en estas fechas hay más trabajo, pues este año y el pasado mucha gente falleció a causa de Covid-19.
Originario de Michoacán, avecindado en Querétaro, desde niño, y formado como arquitecto en Toluca, Estado de México, José Felipe escribe en un libro esculpido en una lápida del cementerio. Se trata de un hombre que falleció meses atrás. No hace un bosquejo previo, lo hace “en caliente”. Si se equivoca, quita la pintura con un poco de solvente y los residuos los raspa con una espátula.
Arquitecto de profesión, dice que rotula desde los 11 años de edad. Agrega que por herencia lo hace, su padre dibujaba y rotulaba muy bien. Recuerda que su papá en una ocasión hizo el Escudo Nacional y lo sorprendió por la paciencia con la que lo hizo. Indica que además de paciencia se necesita muy buen pulso para hacer este tipo de trabajo.
Comenta que trabajó en el Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas, dependiente de la Secretaría de Educación Pública, que desapareció hace más de dos décadas.
Destaca que en esta temporada del año “no me dejan respirar” por la gran cantidad de trabajo que tiene. Dice que en un día ya ha hecho dos rótulos en dos tumbas. La única incomodidad son los insectos. Precisa que desde hace 17 años, cuando se jubiló, asiste al panteón diariamente.
“Vengo todos los días. Qué hago en mi casa, nada. Aparte de nada, si uno se queda en la casa se muere. Tengo 71 años y estoy como nuevo. Soy viudo desde hace 35 años. Tengo novias, nada más”, afirma en todo de broma, sin dejar de escribir sobre el libro esculpido en la tumba.
Precisa que además de rotular, como arquitecto, diseña y construye capillas y monumentos en el panteón cuando así se lo piden los clientes. “Hace dos meses terminé una iglesia en pequeño, bonita. Me fui a Pátzcuaro a hacer una hasta allá. Nos piden en Hidalgo, Michoacán, en cualquier parte. Al Estado de México he ido a vender libros y a grabar libros. Cuando he ido me voy todo el fin de semana”, precisa.
Agrega que los precios de su trabajo (sin decirlos) son los mismos que tenía antes de la pandemia. Dice que no le gusta “encajar el diente al cliente”, pues no es su estilo.
“Antes de la pandemia, en estas fechas y hasta el día 2 de noviembre todavía estábamos trabajando. El año pasado estuvieron cerrados los panteones por la pandemia. Por lo mismo que hubo muchos fallecimientos mucha gente no tiene los recursos. Incluso nos llegan a decir (que quieren el trabajo) hasta que llegue el aguinaldo”, asevera.
José Felipe conversa mientras no deja de trabajar en el libro de piedra. Dice que se siente muy bien en su “oficina”. Los vecinos no son molestos, todos descansan en paz.
“Nacer, vivir, reproducirse y morir (…) o acaso si creen que espantan en los panteones (…) espantan los vivos, los que se esconden y aprovechan. Dice un señor que trabajaba aquí, que al fondo del panteón lloraba un niño. Luego me preguntan si es cierto que llora un niño. Les digo que sí, que llora un niño, pero de hambre. De las casas que están alrededor del panteón. El niño llora de hambre”, comenta.
Sin embargo, asegura que a él le han pasado dos cosas que califican como extrañas, durante el tiempo que ha trabajado en el panteón. Ambas han sido muy similares.
Cuenta que en una ocasión rotulaba en un tumba cuando al lugar llegó una mujer a quien describe como atractiva, de cabello negro y largo y vestida de negro, quien le comenzó a preguntar sobre su trabajo. Él le comenzó a responder las preguntas sin alzar más la mirada. Trabajaba mientras conversaba.
En cierto momento levantó la vista para verla nuevamente, pero aquella mujer ya no estaba ahí. Rápidamente José Felipe se levantó del lugar donde trabajaba para ver hacia dónde se había ido pero no la vio. Simplemente desapareció.
Asegura que dos años después le ocurrió lo mismo. En esta ocasión, narra, era una señora blanca, de ojos claros, también muy bella, y preguntando casi lo mismo que la mujer anterior. El final fue el mismo, lo dejó hablando solo y confundido. Volteó y ya no la volvió a ver.
“Luego me preguntan que a qué creo que se deba. Respondo que a lo mejor era un ángel, porque nosotros tenemos una labor, aquí nosotros los que embellecemos el lugar, entonces esos entes son de luz, creo, que vienen a agradecernos que estemos dándole belleza al lugar. Eso sería para mí, pero que me hayan espantado, para nada. Ellos ya se fueron, ya están descansando, algún día los vamos a alcanzar”, asevera.
José Felipe termina su trabajo. Limpia sus pinceles y observa cómo quedó el nombre del difunto escrito en el libro esculpido en la lápida. Con su trabajo, el hombre también ayuda a preservar la memoria de quienes ya descansan para la eternidad en el panteón Cimatario. Ayuda a que no se olviden sus nombres, a que no se borren sus recuerdos.