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Los ojos de la maestra Susana Aboites Pérez brillan cuando recuerda sus inicios como maestra, en una comunidad de Tolimán, en donde para llegar tenía que caminar cuatro horas y media y los alumnos hablaban otomí.
Estudió en la Escuela Normal del estado Andrés Balvanera en la última generación de tres años de carrera, y cuando todavía no era obligatorio el bachillerato, sino que directamente de la secundaria pasaban a la Normal, la cual se ubicaba en la parte alta del edificio que desde entonces ocupaba la primaria Josefa Ortiz de Domínguez.
La maestra Susanita, como la recuerdan cariñosamente quienes fueron sus alumnos, se graduó en 1971. Por ello, tenía que acudir a la Ciudad de México para tramitar su plaza, que podía ser federal o estatal. Ella tuvo la fortuna de que fuera del primer tipo.
“Mi trabajo inicial fue en el municipio de Tolimán, en la comunidad de El Terrero, en los límites con Cadereyta de Montes. Estoy hablando de 1971, donde únicamente había dos corridas de camiones; la última salía de aquí [en la capital del estado] a las cinco de la tarde. Yo me tenía que ir desde el domingo, en ese horario, para llegar a Tolimán. Ahí me dormía. Al otro día, en la corrida que salía a las seis de la mañana la tomaba para que me dejara en la comunidad de San Pablo. Me bajaba y de ahí caminaba a mi comunidad del Terrero, que eran de cuatro horas y media, a cinco horas”, narra.
Toda la semana se quedaba en la localidad. Los viernes, la autoridad de la comunidad le daba permiso de trabajar sólo media jornada para que pudiera alcanzar la corrida de las tres de la tarde, regresar a Querétaro, dejar ropa sucia y ver a su familia.
Indica que en esa comunidad la quisieron mucho, pues los otros maestros no aguantaban mucho tiempo, pues no había energía eléctrica, agua ni camino, pero ella estuvo durante un año dando clases a todos los grupos.
Sin embargo, eso no fue el único problema que enfrentó la joven maestra Susana, con apenas 17 años, ya que en la comunidad los niños hablaban otomí.
“Tenía un niño, se llamaba Cirilo, y él era mi traductor. Yo era maestra unitaria: fungía como directora, supervisora, maestra, conserje, era todo. Atendía los seis grados de la primaria: en la mañana, de primero a tercero; en la tarde, de cuarto a sexto”, abunda. De esa comunidad no la dejaban ir, pero su cambio llegó pronto.
La transfirieron a San Antonio de la Cal, en el municipio de Ezequiel Montes, donde a pesar de que la comunidad está “a pie de carretera”, tenía que dormir en Tolimán, pues no había transporte para esa comunidad desde Querétaro. Ahí duró otro año.
Luego estuvo en La Estancia, donde está el destacamento militar; le tocó atender a los hijos de los militares. Como el fin era llegar a su destino, narra que un día pidió aventón —forma de viaje natural para la joven Susana—, al conductor de un camión que manejaba un chasis, pues la unidad no llevaba carrocería y él llevaba un casco e iba sentado en un banco de madera. Así, sin importarle mucho que llevaba vestido, Susana subió al vehículo, aunque luego de esa experiencia sólo vistió de pantalón.
También trabajó en la comunidad de Galindo, previo a La Estancia. En San Juan del Río estuvo seis años trabajando. En 1978, el día que fue elegido Juan Pablo II como Papa, recuerda, le dieron su cambio a la ciudad de Querétaro, donde llegó a fundar el turno vespertino de la Escuela México.
La maestra Susanita recuerda esos años en las comunidades, donde las condiciones de los niños no eran las óptimas. Cuando desayunaban era una tortilla con chile, acompañada de aguamiel o pulque. También dice que le tocó ir al río y soplarle al agua para tomarle, debido a la ausencia de una red de agua potable.
También hubo golpes para ella, pues a unos meses de que llegó a El Terrero, su padre murió.
Con los años reflexiona y explica que la escuela prepara para muchas cosas, brinda conocimientos, pero no te alista para condiciones de la vida, como fue su caso, ya que nada de lo que aprendió en la Normal la preparó para sortear la barrera del idioma, aunque en el tiempo que estuvo aprendió una que otra palabra del otomí.
Fueron 30 años los que estuvo de servicio, siempre en el primer año de educación primaria. En su familia de 12 hermanos, varios de ellos fueron maestros, por lo que, quizá, de ahí nació el interés por la docencia, sumado a que nació en la calle de Allende Sur, en el número 44, frente a la escuela Benito Juárez: “A lo mejor por eso, de ver a los niños y los maestros me gustó”.
Ser docente en las diferentes escuelas le permitió ser testigo de algunos hechos únicos, como cuando cambiaron al regimiento de caballería de La Estancia a Chihuahua, y vio cómo despedían a los equinos con todos los honores.
También, ya en la ciudad de Querétaro, tuvo que lidiar, en Casa Blanca, con los problemas de pandillerismo que amenazaban a sus alumnos.
Actualmente, Susana y su esposo, Luis Hernández Almanza, ambos jubilados, dedican su tiempo a participar en coros y grupos de baile, con los maestros Héctor Larios, Francisco Picón y Alfredo Ortiz.
La pareja no tuvo hijos propios. “Quizá mi instinto de madre se lo dejé a mis niños; a algunos hasta la fecha los veo”, enfatiza la maestra Susanita.