El panteón de Zilacayotitlán es bastante grande en proporción con el tamaño del pueblo, de poco más de mil habitantes. Ahí yacen cinco chicas y dos chicos que se suicidaron entre 2014 y 2016 en actos recurrentes y tan similares que alertaron a la comunidad me’phaa de La Montaña de Guerrero. Todos se mataron con herbicida. Un veneno más potente que un piquete de alacrán y más letal que la mordida de una víbora de cascabel, de las que abundan por estos parajes.
Según el Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, con sede en Tlapa, cabecera económica de la región, entre 2013 y mediados de 2015 (año en que dejó de rastrear los casos), hubo 29 suicidios con herbicida; en 2016, un total de 73 personas se quitaron la vida por diversos medios, apunta a su vez el Inegi, que tiene un registro de 2.1 por cada 100 mil habitantes, mientras que la Secretaría de Salud estatal reportó 83. Sólo que Guerrero no figura entre las entidades con mayor incidencia en el país. Chihuahua es la primera, con11.4 por cada 100 mil habitantes.
Neil Arias, abogada de Tlachinollan, asegura que ocurren más casos de suicidio de los que están registrados, que la Secretaría de Salud contabiliza entre 2013 y 2017 en 354. Cimitrio Guerrero, director de Educación Media Superior a Distancia (Emsad) en Zilacayotitlán, cree saber por qué. “El herbicida —dice—, no tarda más de tres horas en hacer efecto. Si quieres llegar a Tlapa —donde está el Hospital General más o menos equipado— para atenderte no llegas, te mueres en el camino. O cuando llegas, llegas demasiado tarde y ya no tienes remedio”.
—Y la familia prefiere ahorrarse el trámite —dice—. Ir, llegar al hospital, significa que se avise al Ministerio Público para que haga el papeleo y traslade el cadáver a la morgue de Chilpancingo. Traerlo de allá, a casi diez horas de distancia, ahorrarse toda esa burocracia para que se entregue el cuerpo de un ser querido; es comprensible que no se avise de estas muertes.
Y tiene que ser. Zilacayotitlán, en el municipio de Atlamajalcingo del Monte, está a poco más de tres horas en coche de Tlapa, en medio de bosques de niebla y caminos bifurcados y destrozados por la temporada de lluvias. Los estudiantes del Emsad, 60 muchachos me’phaa, la mayoría mujeres de 15 a 18 años, juegan volibol en el patio de la escuela que no es sino un edificio de dos plantas y tres aulas. A 2 mil 240 metros de altura el frío de las 10:30 de la mañana es una cortina gélida que golpea la cara y lastima hasta los dientes. Los chicos parecen no sentirlo. Corren tras la pelota como si estuvieran en el trópico, al pie de una alberca.
Pero no son ajenos a la fatalidad. El profe Cimitrio los reúne en un aula para hablar del tema. Está convencido de que el silencio, callar ante la tragedia, no es la mejor forma de combatir lo que la ocasiona o, al menos, buscar qué la motiva. Dos días antes, en Tlapa, dijo que la primera vez que una muchacha se suicidó, Florentina, de 29 años, en abril de 2014, fue como un golpe que aturdió a todos, que los confundió sin saber qué pasaba a ciencia cierta.
—Luego buscamos cómo decirle a los muchachos que se trataba de un acto de terribles consecuencias y de profundo dolor para la familia. Que no podía volver a ocurrir algo así en el pueblo, y hasta llegamos a pensar que había sido aislado y que no volvería a pasar. Pero ese mismo año, el 10 de mayo, otra mujer se suicidó, Kenia. Tenía 25 años y dos hijos.
En el aula donde están los chicos, cinco profesores y dos madres del comité de vigilancia (siempre pendientes durante las clases, mientras tejen palma o bordan servilletas), se discute lo que ha pasado. Los chicos no se animan del todo, pero al final hablan y parecen estar de acuerdo en que deben ser los problemas familiares —desintegración, varones hasta con cuatro familias—, la falta de comunicación y los desamores, lo que ocasiona los suicidios.
Decirlo así parece simple. Y no lo es. Otro profesor dice que el noviazgo es mal visto todavía en el pueblo, o que una muchacha haya tenido más de un novio, peor. La profesora Rosa Guzmán dice que algunos han usado esto para chantajear a sus padres —“si no me das tal cosa, me mato”— y lo reprueba, mientras las madres del comité de vigilancia se sonrojan.
Dos de las mujeres que se suicidaron ingiriendo herbicida lo habrían hecho porque se embarazaron y luego fueron rechazadas por sus parejas, con el argumento de que no habían sido los primeros en besarlas.
Zilacayotitlán tiene una iglesia de cúpulas blancas, una placita sombreada por pinos y un quiosco; callejuelas como arroyos en cuya vera se yerguen unas 200 casas de adobe y teja; un centro de salud donde a la 1:00 de la tarde las madres, la mayoría menores de 20 años, con más de dos hijos y solas porque los maridos andan en el norte, llegan para darle papilla a sus pequeños, y una carretera desértica, que no parece llevar a algún lugar.
Un año después de los primeros dos suicidios, en 2014, ocurrieron tres más. En 2015 se quitó la vida Rosa, de 16 años, el 2 de enero, y enseguida Nancy, de nueve años, hermana de Kenia. Y tras ellas, Celso, de 14 años. Entonces, dice Cimitrio, se preguntaron qué clase de maldición se cernía sobre el pueblo, por lo demás entre católico y evangélico con niños cuya principal diversión es corretearse en la placita central mientras hacen tarea recargados en las bancas de concreto.
Decidieron hacer una asamblea. Hablaron con los chicos. A los padres les pidieron que escondieran el herbicida. Casa por casa, pidieron a las madres que enviaran a sus hijos a la escuela, que podía ser culpable el ocio, la falta de amigos. Y ocurrió que sí, que enviaron a los chicos y volvieron a tranquilizarse.
Pero en 2016 hubo dos suicidios más. En marzo lo hizo Estela, de 17 años. Murió un domingo, la profa Rosa lo recuerda bien porque el lunes la madre fue a avisar que otra de sus hijas faltaría a clases porque su hermana había muerto. El sobresalto los paralizó. Supieron que había ingerido el herbicida y que cuando sus padres quisieron reaccionar el veneno ya había surtido efecto.
El segundo suicidio de 2016 fue un par de meses más tarde. Florencio, de 25 años, se mataría del mismo modo. Era de Piedra Blanca, un caserío anexo a Zilacayotitlán que se ve a lo lejos desde el panteón donde está sepultado.
En Tlapa se habla del tema. Es una amenaza que flota en el aire. Jairo Cruz Basurto, rapero me’phaa del grupo hip hop Inéditos Crew, escribió una rola para derrumbar el mito en que se están convirtiendo los suicidios. Trata de una chica que, rechazada por su novio de quien está embarazada y de sus padres al enterarse, decide matarse con herbicida. Dice: “El efecto empieza a consumir nuestros cuerpos/pero qué has hecho/me miro y me arrepiento./Bebé por esto no tienes culpa/no puedo regresar el tiempo”.
Jairo dice que estos casos son más comunes de lo que se cree. Comenta que en septiembre ocurrió en Alpoyeca, municipio cercano a Tlapa, donde el sicólogo Régulo Osorio Cano, del Centro de Atención Primaria en Adicciones lo confirma. Critica que los medios locales reduzcan todo al sensacionalismo. Señala que la incidencia es alta y que hasta él han llegado chicos con intenciones de suicidarse.
—¿En qué porcentaje? —se le pregunta.
—Diez por ciento, diría yo, del total que tratamos al año, que son unos 300. Es decir, unos 30 muchachos.
Es fácil conseguir herbicida. En las tiendas de fertilizante de Tlapa —y casi de cualquier pueblo de la región— el litro cuesta 120 pesos y no hay restricción de venta. Jairo platica sobre las bromas macabras que se han hecho alrededor del problema en un café de Tlapa donde también están Cimitrio y el poeta Huber Matiuwaa, los tres me’phaas.
Huber ha hecho un par de cápsulas en su lengua para radios comunitarias con el objeto de hacer conciencia. Sostiene que por consultas e investigaciones propias, el herbicida se adhiere a la ropa y a la piel y que el contacto constante produce alguna especie de ansiedad, que lleva a ingerirlo en momentos de crisis severa. Pero es pura suposición, elucubraciones ante la falta de una investigación seria. Cimitrio comenta en cambio que el herbicida no es la causa, sino el medio.
Como quiera que sea, la gente se está matando con esto y nadie fuera de la región ha reparado en ello. Arias dice que el problema del subregistro, la cifra negra, es porque en los centros de salud muchas veces no usan el término suicidio al levantar el acta de defunción. Pero recalca que se trata de un problema de salud pública que no es visto en su justa dimensión.
En la Secretaría de Salud del estado parecen darle la razón. En Chilpancingo, el jefe de Comunicación Social, Alberto Herrera Santos, se sorprende. Afirma que no conoce el herbicida y que tampoco es asunto de ellos. Al tercer día y de tanto insistir, envía un boletín con algunos datos —ya mencionados arriba— y las medidas que están tomando.
Sin embargo, no se menciona que en La Montaña hay más suicidios con herbicida que en cualquier otra de las siete regiones del estado, y que hay un patrón: son mujeres las que lo han ingerido en su mayoría y todas son indígenas, de 14 a 29 años.
Por eso, tal vez, no hay registro oficial de los dos últimos suicidios de este año. Sólo la prensa, con su sensacionalismo de telenovela, los difundió incluso en redes sociales. El más reciente ocurrió el 29 de octubre, cuando Eufrocina, de 14 años, de Oztocingo, Copanatoyac, bebió el herbicida “después de que encontró a su enamorado con otra mujer al interior de su domicilio”.
El panteón de Zilacayotitlán es, en comparación con el pueblo, desproporcionado. Hay 480 tumbas por los mil 79 habitantes, desde las más humildes con apenas una cruz en la cabecera de un montón de tierra, hasta las que tienen criptas de cemento. En dos de éstas se hallan las hermanas Kenia y Nancy Avilés. Su historia es historia oral en el pueblo. Ambas se enamoraron del mismo hombre y él es de los que van devorando mujeres y escupiendo sus huesos. En el camposanto están separadas por la tumba de su abuela, que pereció hace años. Su madre decidió que si en vida se separaron no tendría porqué ser diferente en la muerte.
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