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Una mujer entra en silencio al templo de la Expiación, en la esquina de Balvanera y Ocampo, recinto que está abierto 24 horas y donde los creyentes pueden acudir a adorar al Santísimo Sacramento a cualquier hora, y en donde, en el pasado, los sentenciados a muerte eran llevados para expiar sus culpas.
Una mujer, encargada de supervisar el acceso al recinto, ofrece gel antibacterial. No se toma la temperatura.
El silencio reina en el lugar, ocasionalmente roto por las oraciones de alguno de los devotos que dan gracias, piden ayuda o encuentran consuelo.
El ir y venir de los automóviles es apenas un murmullo al interior del recinto, donde en el altar el Santísimo permanece varias horas al día. Ello hace que los devotos nunca dejen de acudir al lugar.
La información turística en una placa a un costado de la capilla la identifica como templo y antiguo convento de los Carmelitas. Ocasionalmente se realizan misas, algunas de las cuales son de cuerpo presente.
Durante todo el día hay devotos al interior de la capilla. Para la tradición católica, cuando el Santísimo es expuesto siempre debe de estar en adoración, por lo que siempre debe haber alguien rezando. El precepto se cumple. Nunca está sola.
Por su parte, el historiador Gustavo Pérez Lara recuerda que el 7 de septiembre de 1585 llegaron los Carmelitas a la Nueva España, instalándose en el Desierto de los Leones, en la Ciudad de México.
Luego, comenzaron su movimiento a otras ciudades, como fue el caso de Querétaro, a donde llegaron en el siglo XVII, cuando construyeron su templo principal, en lo que actualmente es la esquina de la avenida Juárez y la calle Morelos, en el primer cuadro de la capital.
La capilla de la Expiación se usaba, precisamente, para expiar las culpas de los condenados a la horca, narra.
Asevera que, de acuerdo a los datos históricos, los Carmelitas Descalzos ya realizaban ceremonias religiosas en esa capilla en 1602, una de las cuales era la expiación de las culpas y que eran sentenciados a la pena capital por sus crímenes.
Recuerda que el obispo emérito de Querétaro, Mario de Gasperín Gasperín, el 12 de octubre de 2007, la nombra Templo Expiatorio de Adoración Perpetua, porque se tenía como costumbre que ahí era el lugar a donde llegaban condenados a la horca, o personas que habían cometido alguna atrocidad y ahí expiaban sus culpas, aunque ya estaban condenados a muerte.
“De hecho, hubo una ruta que tenían precisamente [los condenados] y que tenían una visita primera al templo de los Carmelitas, para luego hacer una especie de ronda hasta la fuente de los condenados, que se encontraba fuera de la ciudad, en donde actualmente está la Alameda Hidalgo.
“Se hacía una especie de recorrido fúnebre. Después se llegaba a la fuente de los ahorcados, se les daba un último paseo por la ciudad. Hubo varias sedes para la expiación en Querétaro, y una de las principales era ese templo”, apunta.
Indica que uno de los condenados más famosos fue El Cucho Montes, sentenciado a la horca en 1804 por robar la corona del Nazareno de Huimilpan.
La práctica de la pena de muerte se llevó a cabo principalmente durante la Colonia, hasta inicios del siglo XIX, cuando se prohibió la Inquisición.
Las sentencias, explica el historiador, no eran sólo las que emitía la Inquisición, también eran las que el gobierno virreinal de la época dictaminaba.
Las ejecuciones eran un espectáculo público que los habitantes de la ciudad solían seguir, pues los sentenciados recorrían las calles, desde el templo hasta la ahora avenida Pasteur, sobre la actual calle Independencia, en donde se hacía una pausa, por lo que se le conocía como la calle del descanso.
En esa época, los condenados a muerte recibían un alimento o se le preguntaba y concebía su última voluntad alimenticia.
“Después de la expiación, venía la alimentación y luego la ejecución”, destaca.
El historiador comenta que el templo es de los pocos en la ciudad de Querétaro que permanece siempre abierto.
Una pareja ingresa a la capilla y se sienta en una banca cercana a la puerta de Ocampo, que tiene cintas amarillas para evitar el paso.
La pareja se hinca y comienza a rezar. Lo hace así por alrededor de 15 minutos. Luego, abandona el templo. Llega a la entrada, donde el piso de madera cruje, y regresa a su vida terrenal, luego de pasar casi media hora en la capilla donde en el pasado los condenados a muerte tenían un minuto para pensar en sus culpas, en los últimos instantes de sus vidas.