Lo que ha sido encontrado en el llamado Rancho Izaguirre, municipio de Teuchitlán, Jalisco, es una prueba clara de la ausencia del Estado como ente regulador que incumple, una vez más, con su obligación básica: dar seguridad.

Es un hecho aterrador y lamentable que indigna a toda la sociedad mexicana y que ha estremecido al país. Ha generado una serie de sentimientos a flor de piel: rencor, temor, tristeza, odio, frustración, sed de justicia. Miles de familias que han aguardado por años una respuesta ante la ausencia de sus seres queridos, hoy vieron con desagrado la impunidad con que operan los grupos criminales.

Ante la tragedia, la respuesta del oficialismo ha sido errónea, insensible y negligente. Pretender minimizar y politizar el tema, adjudicando sus efectos a los partidarios de la derecha mexicana, es ser inclemente ante la gravedad de la tragedia, sobre todo cuando llevan seis años gobernando.

Sí, es cierto, el problema de la desaparición forzada de personas en nuestro país no es un fenómeno nuevo, pues los primeros casos documentados datan de los años 50; sin embargo, la realidad es que es un problema que ha aumentado año con año y que se intensificó en la última década.

Originalmente, las desapariciones respondían a cuestiones políticas. Muchas de ellas fueron ordenadas y perpetradas desde el gobierno, como las del movimiento estudiantil de 1968. ¿Quién no recuerda las tétricas historias del negro Durazo, jefe de la policía nacional? Ya desde esa época, las madres buscadoras hacían milagros para localizar algún indicio de sus hijos y familiares desaparecidos. No obstante, el problema se intensificó y se salió de control a partir del sexenio de Felipe Calderón y su mal llamada “guerra contra el narco”, pues cambió el agente perpetrador de tan horribles actos, pasando de las autoridades a ser ahora el crimen organizado, quienes, por varios motivos, adoptaron este modus operandi para desviar la atención de las instituciones y eliminar cualquier indicio de los ilícitos cometidos. En otras palabras, destruir cualquier asomo de evidencia.

Ahora, el fenómeno de las desapariciones forzadas nos muestra su cara más lamentable y atroz. El control que tomó el crimen organizado, producto de una fallida estrategia de seguridad de “abrazos, no balazos” que implementó el expresidente López Obrador, ha permitido que estos grupos criminales actúen impunemente, poniendo en jaque al estado mexicano y a sus instituciones.

Mostrar los saldos en este y otros temas es inevitable (aunque resulte incómodo) y por supuesto, que las primeras consecuencias deben recaer en quienes encabezaron las organizaciones de seguridad, comenzando por el Presidente de la República, que en el sexenio pasado se distinguió por su negligencia, indiferencia y hasta complicidad con esas organizaciones.

Es tiempo de asumir la responsabilidad por la inacción. De aceptar que México tiene un grave problema, de hacer a un lado la politiquería y poner manos a la obra en tratar de reconstruir el tejido social que está totalmente fracturado; comenzando por darles justicia a las millones de familias que el pasado domingo se manifestaron en el Zócalo de la Ciudad de México exigiendo justicia, personas ofendidas y agraviadas por el abandono de las autoridades que, hasta la fecha, siguen esperando una respuesta sobre el paradero de sus familiares; siguen esperando su “derecho a la verdad”.

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